sábado, 28 de agosto de 2010

El condenado

Juan Luis Batista

Mi nombre es Juan Señiles. Bien podría definirme como el quebrantador de leyes y costumbres. He estado en la tierra de los gentiles, de los infieles y de los herejes. Al final, -no importa ni el tiempo, ni el reino, ni el Dios- mi historia ha sido la misma: pagar una pena impuesta por los cielos.

Cuentan los judíos que un día de Sabbath -cuando el trabajo cesa para recordar quién hizo el mundo- yo me dediqué a arar la tierra. No supe bien lo que pasó. pero fui expulsado de mi huerta y me convertí en el andariego de hoy.

Una historia similar relatan los musulmanes, quienes dicen que todo ocurrió en el mes del Ramadán. Nadie se acuerda en qué luna fue, pero ese día en que todos ayunaban yo me emborraché, comí y bebí todo lo que podía, sin pensar en las consecuencias, ni en Mahoma. Y fui lanzado al abismo del destierro.

Con los cristianos la cosa no fue distinta. Todo ocurrió un viernes. No sé con precisión el año ni el siglo. Salí a cazar un día que coincidía con la fecha en que Jesús murió en la Cruz. Y me cayó el castigo como relámpago divino: vagar por los montes cuidando a los animales heridos.

domingo, 22 de agosto de 2010

Heridas de la discordia

(Opinión)

Ana Teresa Benjamín

No hay razón o argumento que justifique o explique las heridas sufridas en el rostro por los trabajadores bananeros de Bocas del Toro.

Pasadas ya varias semanas de aquel enfrentamiento entre trabajadores -que reclamaban porque sentían haber perdido derechos- y las fuerzas antimotines de la Policía Nacional, el debate en el país se ha estancado en lo político, mientras los cientos de heridos terminan por ¿acostumbrarse? a ver la vida en negro.

No es la primera vez, en todo caso, que estallan conflictos en las regiones bananeras del país. En 1960, tanto en Bocas como en Puerto Armuelles, en la provincia de Chiriquí, se sufrieron crisis similares. Los obreros, que pedían mejor sueldo, mejor casa y mejor trato, se encontraron con un gobierno que no quiso escucharlos.

Tan viejas son las historias sobre problemas laborales en las bananeras -y tan extendidos en buena parte de América- que Gabriel García Márquez escribió sobre uno de ellos en Cien Años de Soledad: "El pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua... Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas... Tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos", relató el Nobel con su magia realista.

Pero lo que sucedió en Bocas del Toro no tuvo nada de ilusión. Los perdigones tirados a los ojos fueron reales, así como el dolor y la impotencia de los trabajadores que ahora sufren por haber perdido el derecho a mirar.

Aquel conflicto del que escribió García Márquez ocurrió en Ciénaga, Colombia, en 1928. Una huelga que había comenzado pacíficamente se tornó de pronto peligrosa para los ejecutivos de la United Fruit, y un general colombiano decidió tirar balas a hombres, mujeres y niños, debido al riesgo inminente de un desembarco estadounidense en el país sureño.

Un senador de aquel país, Jorge Eliécer Gaitán, criticó la matanza y dijo que aquellas balas debieron usarse para repeler al invasor extranjero.

Tal parece que, más de 70 años después, los uniformados volvieron a disparar en la dirección equivocada.

lunes, 16 de agosto de 2010

El pozo

Mario Andrés Muñoz

Cumplía su sentencia. No entendía la razón de su encierro y aislamiento. Cuando despertó era un adulto. Le tomó algunos intentos fallidos descubrir que no podía salir del pozo en que se encontraba. Veía un pedazo de cielo, sufría la tormenta y las altas temperaturas. No podía morir, era un prisionero. ¿Era el instinto de supervivencia el que impedía que se desesperara y enloqueciera? Se sabía culpable. Tenía una carga de barro en su conciencia. Por ello se entregaba, aceptaba la situación. No podía hablar con nadie porque para sus semejantes El Territorio de los Encerrados era prohibido. Ni siquiera podía escuchar sonidos de un algún ser vivo. La peor tortura: un tedio eterno. Entre las cosas que inventó para combatirlo fue nombrar todas las cosas de ese lugar, que llamó Túnel del Bostezo Reprimido. Llamó cada porción de tierra con un título pomposo, con odio irónico: "Grupo de Granos del Veneno", "Picadas de Mosquito Negro", "Arroz Quemado", "Trapo Sucio, Tieso y Putrefacto". Nombrando se nombraba. Designando, su propio ser no le resultaba tan detestable. Incluso, creía haber encontrado un oficio. Mientras las comunidades de sus semejantes creaban ecos con sus trabajos cotidianos, él vivía día y noche usando la única arma que había encontrado para no abrirse el cráneo y regar sus sesos en el fondo de ese hueco. Era tapar la fealdad con una capa hecha de palabras. De ese acto se desprendía una esperanza. La costra de sus propias inútiles frases podría llegar a ser densa y un día, muchas capas, unas sobre otras cada vez más contundentes, rellenarían el pozo y lo elevarían para salvarlo.

domingo, 8 de agosto de 2010

La distancia

Aristides Cajar Páez
Recuerdo que era lunes. No tengo presente el tema preciso de nuestra conversación pero estoy convencido de que era algo bastante trivial, al menos lo suficiente para que no dejara huella en mi memoria. Hubo de pronto un silencio largo e incómodo. Tu mirada se quedó colgando un millón de segundos al filo de la mía. Como una pregunta imprecisa pero apremiante que buscara las palabras justas y adecuadas y no le alcanzara el aliento para pronunciarse. Los ojos abiertos parecían gritarse mutuamente mil cosas pero nosotros, sus dueños, no fuimos condescendientes con su angustia. 'Bueno, creo que me voy', dijiste de pronto, planteando la retirada como una especie de salida de emergencia al naufragio que parecía avecinarse. Y pese a la sentencia decisiva que salió de tus labios, tus pies parecían fundidos al piso. Tenías un vestido blanco, no llevabas prendas y el cabello insistía en caer sobre tu cara sin que tu mirada quisiera enterarse de esa intrusión. "Bueno", dije yo con más esfuerzo aun, "¿entonces te veré mañana?" Y la poca fe en esa esperanza chiquita asomada en esas palabras vacilantes era notoria como un faro en medio de la noche. "No sé", respondiste con el semblante endurecido y el gesto disimulado de quien quiso decir otra cosa pero se arrepintió al segundo siguiente. Toneladas de orgullo se interpusieron entre tu deseo y tu voluntad para corregir el rumbo de ese falseamiento. Las caras quisieron ser amables y ensayaron una sonrisa recíproca pero solo les salieron extraños y deformes gestos que traslucían equivocamente algún padecimiento físico o una molestia. ¿Por qué de pronto la densidad del aire se había hecho insoportable? ¿Por qué todo marchaba en cámara lenta y en el centro del vientre giraba furiosa una serpiente de aire que apretaba y apretaba con crueldad y sin tregua? "Te llamaré" dijo casi otro a través de mi garganta al borde de la asfixia. "Sí", respondiste y hubieras querido decir "mejor no" o "mañana estaré fuera" o cualquier otra cosa distinta a ese "sí" vencido, sin convicción, sin compromiso. La brisa nos castigaba parejo a los dos pero tú parecías a punto de salir volando, vaporosa y etérea, casi irreal, como un fantasma hermoso o un sueño. Mi cara se acercó a la tuya casi por instinto, pero en seguida notó tu terror y se contagió de pánico. La piel y los huesos se quedaron esperando, intrigados y perplejos, las sensaciones imaginadas que no llegaron a concretarse. Entonces los pies tomaron la iniciativa, empezaron a consumar aquella cobardía compartida y marcaron la ruta del alejamiento con sentidos opuestos. Así empezó a instalarse, definitiva y triunfal, la distancia. Solo los ojos, hasta lo último, hicieron el intento de encontrarse.

lunes, 2 de agosto de 2010

El precio de un beso robado

Icard Reyes

En verdad nunca supe cómo explicar esa sensación de aquel 15 de abril. Habían pasado meses de tristezas, agonía y resignación. Meses de exilio de mí mismo, tratando de explicarme una y otra vez, qué pasó. Meses en los que el tiempo se había encargado de curarme de los recuerdos. Por lo menos eso pensé.

Sin embargo, allí estaba yo, de nuevo compartiendo junto a esa persona, como en aquellos años. Era como una mezcla de felicidad y miedo. Por nada del mundo me podía mostrar feliz y entusiasmado como antes. No. Y más ahora que su rostro denotaba indiferencia.

Y así transcurrió medio día y parte de la tarde de esa fecha, juntos. Ya en la noche, me costaba mucho sumarme a la alegre camarada. La rumba en pleno apogeo por las calles de la bella ciudad de Panamá no me decía nada, no me motivaba ni a bailar ni mucho menos a tomar, solo a pensar y a pensar. Fueron muchas preguntas que mi mente y mi corazón se llevaron con el dolor.

Era como si estuviera físicamente allí, pero con mi mente volando entre los recuerdos, pues a pesar de tanto tiempo transcurrido, cada esquina de esa ciudad, que lentamente recorríamos, me volvía a proyectar esa película de los dos. Esas escenas en las cuales éramos amargamente felices, libres y al mismo tiempo condenados. No sé con qué intención. Aún no lo sé.

Por fin, la fiesta móvil terminó, y entre los alegres invitados, eufóricos por el licor, las propuestas para continuar la rumba fueron fluyendo. Era el momento preciso para escapar, pero algo me hacía quedar allí, impávido, sin poder tomar la decisión que habría sido la más correcta. Horas después la triste realidad así me lo hizo saber.

Fijado el lugar para seguir la francachela, el movimiento implicó que nos quedáramos solos en su carro. Y mientras nos dirigíamos al lugar, la oscuridad de la noche, los recuerdos martillando mi mente y el nerviosismo casi incontrolable me hicieron cometer la peor torpeza de mi vida: robarle un beso.

Robar algo que ya no era mío. Algo que por tanto tiempo me fue vedado. Algo que una vez me hizo tan feliz y al mismo tiempo desdichado. Un beso, que si bien anhelé con tantos deseos, me mostró sin ambages la nueva realidad de esta historia.

Esa noche, una vez mis labios se apartaron de los suyos, mi más grande temor se hizo presente. Fue como un balde de agua fría sobre mi cabeza. Como despertar a una realidad que luego de tanto sufrimiento temí enfrentar.

Sí. Ya no era lo mismo. Esos labios que una y otra vez a mi cuerpo y a mi alma hicieron vibrar y soñar, hoy se apagaron, murieron, se fueron lejos para nunca más volver. Ese ser que a mi cuerpo estremecía con solo sentir su piel, su voz y su aliento, hoy me fue indiferente, extraño, lejano. Mi más grande temor se había hecho realidad. Esos labios me lo hicieron saber.