Con la boina roja
Sai
Fui radical. Eso fui. Roja, romántica, revolucionaria... así era yo. Amaba la guerra, las armas, los discursos, los mítines, las protestas. Pero, sobre todas las cosas, me gustaban las reuniones, aquellas conversaciones privadas donde se decía de todo. Esos temas no públicos, las líneas de la dirección del partido, asuntos de los que solo la dirigencia y los mandos medios podían enterarse. Yo era una de esas. Una militante de confianza. Un cuadro político. Eramos los compañeros más cercanos al líder mayor, el comandante. Frecuentaba su casa, que a la vez era el centro político donde nos formábamos. Discutía, compartía y aprendía de lo que él me enseñaba. Yo era la Secretaria de Relaciones Internacionales. También solía reunirme con mis amigos de lucha, con mis compañeros y camaradas a escuchar trova, a tomarnos unos tragos, conversar de política, fumar unos cigarros y amar. Sí, ahí también se ama. El amor está presente, a flor de piel. Pero no es un amor o un sentimiento como el de la burguesía, sino más auténtico. Un amor de lucha continua. Iguales en pensamiento, líneas políticas, cultura y creencias. Ahí me enamoré de él. Él era fornido, alto, galán y sobre todo rojo. Tenía solo cinco años más que yo. Sus ideas marcaron mi vida. Sus luchas me hacían ir hacia adelante. Pero había un problema: él no pertenecía a mi grupo. Nuestras miradas se cruzaban cuando pasábamos, uno al lado del otro. Cada uno sabía que a la salida de la universidad -nuestro bastión de luchas- podríamos vernos, y fuera de ahí, solo afuera, podríamos compartir, querernos y amarnos. Quería irme a vivir con él, sentirlo y saberlo todos los días en mi habitación. Pero eso era imposible. Cuando había enfrentamientos con la fuerza pública, me dolía no poder luchar junto a él. No se nos podía pasar por la mente publicar nuestra relación, y menos en el campo de batalla. Recuerdo que un día, en pleno enfrentamiento, un perdigón tocó a mi compañero. Me dolió más que a él. Él solo volteó y me miró. Aunque el objetivo era el mismo, trabajábamos bajo organizaciones con diferentes dirigencias. Una de estas era la del jefe del partido, el gran comandante de mi organización. Sí, el mismo con quien compartía formación política en su casa. El que me enseñó lo que sabía y me contaba más sobre las ideas de la revolución para nuestro pequeño país. Pasaron las semanas y todo se mantenía igual. Hasta que un día mi compañero conversó conmigo. Me dijo que me amaba, pero que no podía estar más conmigo. Que ya su dirigente sospechaba de lo nuestro. Con un nudo en la garganta le dije que también lo amaba, pero que la lucha era mucho más importante y si el destino lo decidía volveríamos a estar juntos. Al día siguiente era como si nada hubiese pasado, cada uno en lo suyo. Las miradas ya no estaban. Decidí renunciar. Mi boina fue roja, pero ya no lo es. Ya no quiero ningún color que me identifique, pero añoro cada momento que sólo con él pude vivir.