viernes, 22 de octubre de 2010

Un encuentro con el Gabo




Arriba: El escritor Gabriel García Márquez comparte con los participantes de un taller de crónica de la FNPI, en Cartagena de Indias, Colombia, en 2006.
Abajo: la autora, junto al Nobel.




Ana Teresa Benjamín

Alma Guillermoprieto nos lo había advertido. Nos había dicho, temprano en la mañana, que había una sesión especial en la tarde a la que no podíamos faltar, y que seguramente aquel encuentro iba a ser el mejor de todo el taller.

Unos días antes -o quizás el anterior- Alma nos había llevado al local donde practicaba el Colegio del Cuerpo. Quería -nos dijo- que viéramos y escucháramos, y que ya de vuelta en la calle San Juan de Dios comenzáramos a escribir, en caliente, las primeras líneas de lo que pudiera ser un reportaje sobre el grupo de danza cartagenero.

"La crónica debe tener una capacidad metafórica. Si hablo de un boxeador, es al final una historia sobre los deseos de gloria", nos había dicho. Y para empezar una crónica hay tres perspectivas: comenzarla "de lejos", "de cerca" o "desde adentro".

"El ritmo debe ayudar a transmitir la acción. Párrafos cortos y párrafos largos, combinados. Jugar con ellos de acuerdo con los requerimientos de la acción real", añadió.

Así que cuando nos habló de una sesión especial, todos pensamos que se trataba de otra visita a algún lugar de Cartagena.

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El mismísimo Gabo

Y fue así. Se abrió la puerta y entró Gabriel García Márquez. "He viajado medio mundo para llegar a este puesto", fue lo primero que dijo, mientras buscaba lugar a la siniestra de Alma.

Muda y fría, sólo acerté a abrir muy bien los ojos. A mirar a los demás, a ver si estaban igual que yo. Las cámaras fotográficas empezaron a salir de las carteras y yo me odié porque recordé que cargaba todavía una de rollo y sólo tenía unas tres tomas.

Vestido con camisa azul y grandes anteojos de marco negro, García Márquez entró dando pasitos y yo pensé: "Está viejo, el Gabo". Luego noté que tenía un aparatito para escuchar en el oído derecho.

"Mi experiencia es que uno nunca aprende a escribir. Uno escribe, pero no aprende", nos dijo. Y como es mejor que el Gabo hable y no yo, transcribo lo que nos dijo en 2006:

1. "La idea de esta fundación es escribir lo peor que se pueda para que de aquí salga algo mejor".

2. "Uno cree que ya sabe, que ya está bien... Hasta que uno se da cuenta de que nunca está bien".

3. "Nunca se aprende, pero uno aprende a que no se vea tan mal".

Y entonces García Márquez se confiesa y dice que hace un año que no destapa la computadora. "Lo decidí porque tengo la impresión de que ya escribí todo lo que había podido escribir".

¿El truco para escribir historias? Escuchen esto: "No hay reglas... El corazón se hace a cargo de eso".

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La confesión

Uno a uno, García Márquez comenzó a preguntarle a todos los periodistas que allí estábamos cuál había sido nuestra peor experiencia. A mi turno, avergonzada, lo conté. Que cómo había yo escrito una noticia y que la fuente, íntimamente vinculada al diario donde trabajaba, negó después que había dicho lo dicho. Que cómo aquello me había costado una demanda y la vergüenza del proceso legal... Y la indignación que me produjo tener que someterme al poder económico.

García Márquez, antes que recriminarme o darme sermones de valor periodístico, me dijo: "Te pasó a buena edad porque te va a pasar toda la vida y hay que aprender a torearlo".

Sergio Ramírez también estaba allí. Y Mercedes, la mujer de Gabo. De pronto se rompió el protocolo y se armó una fiesta. Yo disparé mis pocos flaches. No hay duda: aquella sesión del taller de crónica de Alma Guillermoprieto fue la mejor de todas.

lunes, 4 de octubre de 2010

El viejo





Aristides Cajar Páez

"¡Déjenme!, ¡déjenme!" , gritaba el hombre mientras los guardias intentaban asirlo por el cuello. "¡Déjenme!", insistía mientras forcejeaba con una fuerza que no se correspondía con su edad aparente. Tenía el rostro surcado por arrugas profundas, la piel se veía áspera y sucia y los ojos, hundidos en unas cuencas profundas, minerales, le conferían una expresión sombría. De la cabeza pálida como un hueso, le nacían irregulares y largos mechones de pelo blanco. Vestía un ruinoso gabán de corduroy y un pantalón de dril gastado por el uso y el tiempo. Los pies cargaban unas cosas oscuras que bien podrían ser botas pesadas o zapatos de trabajo, indistinguibles bajo la costra de mugre y lodo que los cubría. Una inmensa joroba crecía en su espalda deformando su cuerpo de manera grotesca. Tres guardias fornidos y rudos, curtidos en el combate urbano, no podían vencer la resistencia del aparentemente frágil viejecillo que prácticamente los arrastraba por las calles del barrio bajo la mirada de los vecinos que observaban la escena con una mezcla de asombro, indignación y burla. Los guardias habían encontrado al abuelo en una esquina, de madrugada, haciendo unos movimientos muy raros. Creyeron que estaba borracho y lo conminaron a acompañarlos hasta la estación de policía para averiguaciones sobre sus generales y para que pasara la resaca en un lugar menos inseguro. Pero él no quiso ir. "¡Ya verán! ¡ya verán!", les decía con furia mientras los uniformados intentaban retomar el control de la situación. Los tres mocetones sudaban y jadeaban mientras trataban, en vano, reducir al viejo. Altas nubes grises se alzaban en un día sin sol. Mas allá de la última calle del vecindario se extendían los amplios baldíos cubiertos de pastizales y arbustos que marcaban el límite de la ciudad. Algunas vacas pastaban por allí, parsimoniosas e indiferentes. De repente, el viejo se les zafó a los guardias y salió corriendo. Antes de que pudieran agarrarlo otra vez, se despojó del gabán, desplegó unas enormes alas blancuzcas y sucias y remontó el vuelo. Mientras se alejaba, desde el aire escupía maldiciones.