(Ficción)
Aristides Cajar Páez
Puede decirse que fue el destino.
Él había dejado el trabajo y la universidad y se dedicaba a beber. Su promisoria carrera de Derecho, el puesto de supervisor en una importante firma de consultores, el prestigio social: todo lo había tirado por la borda y era apenas un recuerdo que ahogaba en los bares. Alguien le habló del viaje y él no vio motivo para decir que no. "Podrías ganar buen dinero", le dijeron. Su mujer lo había abandonado luego de que no cesara de acosarla con sospechas infundadas, fruto de una obsesión que alimentaba cada día su propia decadencia. Al final ella no pudo más. Él pasó un tiempo de pesadilla pero luego, rodando por los callejones con sus compinches de vicio, se olvidó de todo. No tenía pues familia ni nadie que lo extrañara. Le dieron un boleto de autobús, unas señas y un papel con unos nombres. El viaje duró doce horas a lo largo de una carretera que acaso lo transportaba hacia otro mundo. El paisaje de poblados pintorescos, de campiñas y de vacas se iba transformando poco a poco en una sucesión casi irreal de aldeas cada vez más distanciadas, diminutas y remotas, rodeadas por una espesura oscura y amenazante. Ya de noche, luego de serpentear por un camino de tierra, el autobús se detuvo en seco a la orilla de un río en el confín de la Tierra. "Aquí se acaba el viaje" dijo el chofer con desgano y lo dejó a su suerte. En la semioscuridad trató de orientarse. Desde las ventanas de las viviendas emplazadas sobre pilotes e iluminadas con velas, todos los ojos lo miraban casi con pánico. Llegó a la casa indicada, habló con la dueña y esta le enseñó su habitación. A la mañana siguiente salió temprano para el aserrío y conversó con el capataz. "Sí, me avisaron que venías", le dijo el hombre de mirada vidriosa y barba descuidada, sin ocultar una sonrisa siniestra que él no entendió. Pronto se dio cuenta que el negocio movía más que madera a través de la selva, pero no dijo nada. "Mejor así", pensó. Los días se transformaron en semanas y luego en meses. La gente del lugar lo evitaba y le hablaba poco. Parecían mirarlo con una mezcla de lástima y miedo. No ganaba mal pero casi todo el dinero se le iba en cerveza y cigarrillos. Dormía mucho. Se empezó a sentir lento, el calor de la selva lo agobiaba. No se adaptó bien y empezó a enfermarse con frecuencia. Cada vez que se internaba en el bosque tenía la sensación de que en algún momento no iba a poder salir más. "Solo unas semanas y me devuelvo", se prometía, pero siempre encontraba motivos para aplazar el retorno. Una tristeza honda lo ganaba por momentos y el cansancio lo doblaba. Miraba los altos árboles mientras trasegaba los bultos misteriosos que le encargaban llevar hasta el aserrío. Los troncos eran secos y amenazantes, con horribles deformaciones que lo hacían sobrecogerse. Ya no quería estar allí. Arrastraba los pies, estaba pálido y las articulaciones cada vez le dolían más. En menos de un año se había convertido en un anciano. Una mañana se internó por la trocha de siempre pero ya no supo cómo regresar. Un pie se le enterró en el fango y cuando quiso sacarlo quedó sembrado hasta las rodillas. Entonces los brazos le dolieron hasta la médula pero el grito que quiso proferir se le ahogó en un soplido silente y en una espesa baba. La rigidez lo ganó entero mientras que una costra de aspecto vegetal terminó por cubrirlo. Unas cosas verdes parecían empezar a colgar de sus manos, el pensamiento se le nubló y ya no supo más de sí.
La brisa de la tarde sorprendió al nuevo árbol adornando el camino hacia el río.
Él había dejado el trabajo y la universidad y se dedicaba a beber. Su promisoria carrera de Derecho, el puesto de supervisor en una importante firma de consultores, el prestigio social: todo lo había tirado por la borda y era apenas un recuerdo que ahogaba en los bares. Alguien le habló del viaje y él no vio motivo para decir que no. "Podrías ganar buen dinero", le dijeron. Su mujer lo había abandonado luego de que no cesara de acosarla con sospechas infundadas, fruto de una obsesión que alimentaba cada día su propia decadencia. Al final ella no pudo más. Él pasó un tiempo de pesadilla pero luego, rodando por los callejones con sus compinches de vicio, se olvidó de todo. No tenía pues familia ni nadie que lo extrañara. Le dieron un boleto de autobús, unas señas y un papel con unos nombres. El viaje duró doce horas a lo largo de una carretera que acaso lo transportaba hacia otro mundo. El paisaje de poblados pintorescos, de campiñas y de vacas se iba transformando poco a poco en una sucesión casi irreal de aldeas cada vez más distanciadas, diminutas y remotas, rodeadas por una espesura oscura y amenazante. Ya de noche, luego de serpentear por un camino de tierra, el autobús se detuvo en seco a la orilla de un río en el confín de la Tierra. "Aquí se acaba el viaje" dijo el chofer con desgano y lo dejó a su suerte. En la semioscuridad trató de orientarse. Desde las ventanas de las viviendas emplazadas sobre pilotes e iluminadas con velas, todos los ojos lo miraban casi con pánico. Llegó a la casa indicada, habló con la dueña y esta le enseñó su habitación. A la mañana siguiente salió temprano para el aserrío y conversó con el capataz. "Sí, me avisaron que venías", le dijo el hombre de mirada vidriosa y barba descuidada, sin ocultar una sonrisa siniestra que él no entendió. Pronto se dio cuenta que el negocio movía más que madera a través de la selva, pero no dijo nada. "Mejor así", pensó. Los días se transformaron en semanas y luego en meses. La gente del lugar lo evitaba y le hablaba poco. Parecían mirarlo con una mezcla de lástima y miedo. No ganaba mal pero casi todo el dinero se le iba en cerveza y cigarrillos. Dormía mucho. Se empezó a sentir lento, el calor de la selva lo agobiaba. No se adaptó bien y empezó a enfermarse con frecuencia. Cada vez que se internaba en el bosque tenía la sensación de que en algún momento no iba a poder salir más. "Solo unas semanas y me devuelvo", se prometía, pero siempre encontraba motivos para aplazar el retorno. Una tristeza honda lo ganaba por momentos y el cansancio lo doblaba. Miraba los altos árboles mientras trasegaba los bultos misteriosos que le encargaban llevar hasta el aserrío. Los troncos eran secos y amenazantes, con horribles deformaciones que lo hacían sobrecogerse. Ya no quería estar allí. Arrastraba los pies, estaba pálido y las articulaciones cada vez le dolían más. En menos de un año se había convertido en un anciano. Una mañana se internó por la trocha de siempre pero ya no supo cómo regresar. Un pie se le enterró en el fango y cuando quiso sacarlo quedó sembrado hasta las rodillas. Entonces los brazos le dolieron hasta la médula pero el grito que quiso proferir se le ahogó en un soplido silente y en una espesa baba. La rigidez lo ganó entero mientras que una costra de aspecto vegetal terminó por cubrirlo. Unas cosas verdes parecían empezar a colgar de sus manos, el pensamiento se le nubló y ya no supo más de sí.
La brisa de la tarde sorprendió al nuevo árbol adornando el camino hacia el río.