domingo, 21 de noviembre de 2010

La selva

(Ficción)


Aristides Cajar Páez




Puede decirse que fue el destino.

Él había dejado el trabajo y la universidad y se dedicaba a beber. Su promisoria carrera de Derecho, el puesto de supervisor en una importante firma de consultores, el prestigio social: todo lo había tirado por la borda y era apenas un recuerdo que ahogaba en los bares. Alguien le habló del viaje y él no vio motivo para decir que no. "Podrías ganar buen dinero", le dijeron. Su mujer lo había abandonado luego de que no cesara de acosarla con sospechas infundadas, fruto de una obsesión que alimentaba cada día su propia decadencia. Al final ella no pudo más. Él pasó un tiempo de pesadilla pero luego, rodando por los callejones con sus compinches de vicio, se olvidó de todo. No tenía pues familia ni nadie que lo extrañara. Le dieron un boleto de autobús, unas señas y un papel con unos nombres. El viaje duró doce horas a lo largo de una carretera que acaso lo transportaba hacia otro mundo. El paisaje de poblados pintorescos, de campiñas y de vacas se iba transformando poco a poco en una sucesión casi irreal de aldeas cada vez más distanciadas, diminutas y remotas, rodeadas por una espesura oscura y amenazante. Ya de noche, luego de serpentear por un camino de tierra, el autobús se detuvo en seco a la orilla de un río en el confín de la Tierra. "Aquí se acaba el viaje" dijo el chofer con desgano y lo dejó a su suerte. En la semioscuridad trató de orientarse. Desde las ventanas de las viviendas emplazadas sobre pilotes e iluminadas con velas, todos los ojos lo miraban casi con pánico. Llegó a la casa indicada, habló con la dueña y esta le enseñó su habitación. A la mañana siguiente salió temprano para el aserrío y conversó con el capataz. "Sí, me avisaron que venías", le dijo el hombre de mirada vidriosa y barba descuidada, sin ocultar una sonrisa siniestra que él no entendió. Pronto se dio cuenta que el negocio movía más que madera a través de la selva, pero no dijo nada. "Mejor así", pensó. Los días se transformaron en semanas y luego en meses. La gente del lugar lo evitaba y le hablaba poco. Parecían mirarlo con una mezcla de lástima y miedo. No ganaba mal pero casi todo el dinero se le iba en cerveza y cigarrillos. Dormía mucho. Se empezó a sentir lento, el calor de la selva lo agobiaba. No se adaptó bien y empezó a enfermarse con frecuencia. Cada vez que se internaba en el bosque tenía la sensación de que en algún momento no iba a poder salir más. "Solo unas semanas y me devuelvo", se prometía, pero siempre encontraba motivos para aplazar el retorno. Una tristeza honda lo ganaba por momentos y el cansancio lo doblaba. Miraba los altos árboles mientras trasegaba los bultos misteriosos que le encargaban llevar hasta el aserrío. Los troncos eran secos y amenazantes, con horribles deformaciones que lo hacían sobrecogerse. Ya no quería estar allí. Arrastraba los pies, estaba pálido y las articulaciones cada vez le dolían más. En menos de un año se había convertido en un anciano. Una mañana se internó por la trocha de siempre pero ya no supo cómo regresar. Un pie se le enterró en el fango y cuando quiso sacarlo quedó sembrado hasta las rodillas. Entonces los brazos le dolieron hasta la médula pero el grito que quiso proferir se le ahogó en un soplido silente y en una espesa baba. La rigidez lo ganó entero mientras que una costra de aspecto vegetal terminó por cubrirlo. Unas cosas verdes parecían empezar a colgar de sus manos, el pensamiento se le nubló y ya no supo más de sí.

La brisa de la tarde sorprendió al nuevo árbol adornando el camino hacia el río.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Con la boina roja

Sai

Fui radical. Eso fui. Roja, romántica, revolucionaria... así era yo.
Amaba la guerra, las armas, los discursos, los mítines, las protestas.
Pero, sobre todas las cosas, me gustaban las reuniones, aquellas conversaciones privadas donde se decía de todo. Esos temas no públicos, las líneas de la dirección del partido, asuntos de los que solo la dirigencia y los mandos medios podían enterarse.
Yo era una de esas. Una militante de confianza. Un cuadro político. Eramos los compañeros más cercanos al líder mayor, el comandante. Frecuentaba su casa, que a la vez era el centro político donde nos formábamos. Discutía, compartía y aprendía de lo que él me enseñaba. Yo era la Secretaria de Relaciones Internacionales.
También solía reunirme con mis amigos de lucha, con mis compañeros y camaradas a escuchar trova, a tomarnos unos tragos, conversar de política, fumar unos cigarros y amar.
Sí, ahí también se ama. El amor está presente, a flor de piel. Pero no es un amor o un sentimiento como el de la burguesía, sino más auténtico. Un amor de lucha continua. Iguales en pensamiento, líneas políticas, cultura y creencias.
Ahí me enamoré de él.
Él era fornido, alto, galán y sobre todo rojo. Tenía solo cinco años más que yo. Sus ideas marcaron mi vida. Sus luchas me hacían ir hacia adelante. Pero había un problema: él no pertenecía a mi grupo.
Nuestras miradas se cruzaban cuando pasábamos, uno al lado del otro. Cada uno sabía que a la salida de la universidad -nuestro bastión de luchas- podríamos vernos, y fuera de ahí, solo afuera, podríamos compartir, querernos y amarnos.
Quería irme a vivir con él, sentirlo y saberlo todos los días en mi habitación. Pero eso era imposible.
Cuando había enfrentamientos con la fuerza pública, me dolía no poder luchar junto a él. No se nos podía pasar por la mente publicar nuestra relación, y menos en el campo de batalla.
Recuerdo que un día, en pleno enfrentamiento, un perdigón tocó a mi compañero. Me dolió más que a él. Él solo volteó y me miró.
Aunque el objetivo era el mismo, trabajábamos bajo organizaciones con diferentes dirigencias. Una de estas era la del jefe del partido, el gran comandante de mi organización. Sí, el mismo con quien compartía formación política en su casa. El que me enseñó lo que sabía y me contaba más sobre las ideas de la revolución para nuestro pequeño país.
Pasaron las semanas y todo se mantenía igual.
Hasta que un día mi compañero conversó conmigo. Me dijo que me amaba, pero que no podía estar más conmigo. Que ya su dirigente sospechaba de lo nuestro. Con un nudo en la garganta le dije que también lo amaba, pero que la lucha era mucho más importante y si el destino lo decidía volveríamos a estar juntos.

Al día siguiente era como si nada hubiese pasado, cada uno en lo suyo. Las miradas ya no estaban.
Decidí renunciar.
Mi boina fue roja, pero ya no lo es.
Ya no quiero ningún color que me identifique, pero añoro cada momento que sólo con él pude vivir.

martes, 9 de noviembre de 2010

Llueve




Vannie Arrocha

Todo el día ha llovido en el istmo de Panamá.
El río Grande en Coclé se desbordó, la interamericana está incomunicada
…”


Frente a los ojos,
se la ve correr
con esa música de flauta
que suena a vacío
y a tremenda profundidad
(humedad, frío, escasez de luz y de tu mitad)

De octubre a noviembre
explaya su poderío.

A cualquier hora
moja los huesos
alborota la piel.

Lluvia intensa
que provoca los deseos de amar.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El bulmonet


Mario Andrés Muñoz

La obscuridad ocultaba las paredes de rocas húmedas. Sobrevivía en el asfixiante espacio. Sus poderosos colmillos eran subutilizados en una dieta marina. Mataba peces y succionaba moluscos. Merodeaba, arañando las rocas, sumergiendo sus peludos brazos en el agua fría. Por dentro, lleno de tedio y nostálgico de una vida que le parecía cercana. Quería cruzar en una avanzada nocturna la barrera que lo separaba de esa vida lejana, extraña y atractiva. Debía cruzar el intrincado bosque y acercarse a la aldea. La gente formaba bulliciosos grupos, parejas unidas del brazo y niños pequeños cargados. Deseaba alejarse de su cueva y salir de esos riscos que conocía demasiado. Ansioso pero con dudas se acercó a las casas para hacer contacto. Avanzaba, con un andar pesado, en medio de los árboles. Apoyaba siempre un brazo en el suelo. En las calles llenas de grietas por el calor, solo había tres niños que a esa hora no debían estar allí. Al verlo, creyeron que era un jabalí gigante. Ansiosos recogieron piedras para espantarlo y corrieron detrás de él, creyendo que el astuto les temía. Después de fingir su huida, de unos cuantos zarpazos los hizo caer mal heridos. Se los zampó, más que por por gusto, por frustración e ira. Estaba sorprendido por lo que había ocurrido y decidió buscar otra vía. Esperó que llegara la noche y lanzó aullidos hacia el enorme valle. El terror se extendió por doquier. El Bulmonet esperaba hacer contacto con alguien que siguiera su voz. Esperó en su cueva. Un humano dispuesto a mirarlo a la cara y que fuera tan valiente como para aceptar sus formas y su naturaleza. Poco después, una turba se acercó con armas en las manos dispuesta a enfrentarlo. Frustrado y decepcionado se asomó y los observó con todo detalle. Frenéticos y aterrados lo azuzaron con palos. No los entendió. Se entregó a la multitud, que lo golpeó hasta cansarse.
¿Criatura de un errático experimento?, ¿tenaz animal antiquísimo? Llenos de espanto, lo mataron y enterraron sin descrifrar el enigma.