lunes, 27 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad (2)





Continuando con la serie de los Cuentos de Navidad, presentamos otras colaboraciones que no alcanzaron a entrar en la primera parte. Sus comentarios son valiosos. Gracias por participar.



¿Eres tú, Niño Dios?




 Elizabeth Garrido A.


Han pasado varias décadas desde que ocurrió aquél inolvidable descubrimiento. Lili tenía seis años y unas ganas terribles por ver los juguetes que le traería el Niño Dios en Navidad.

Jorge, su hermano mayor, ya le había advertido a quemarropa: “Lili, el Niño Dios no nos trae los juguetes, ¡lo hace mamá!”… La noticia dejó boquiabierta a la niña, que había pedido un juego de té en una cartita que escribió –o intentó escribir con raros trazos- en ese mes de diciembre.

Lili esperaba la Navidad con tanta ilusión que no daba crédito a lo que le había dicho su hermano. Por eso, cuando se fue a la cama después de la cena de Nochebuena tomó la decisión de no dormir hasta que el Niño Dios llegara con los juguetes para ella y sus tres hermanos.

Jorge, Junior y Mario ya estaban dormidos en sus camas, mientras que la pequeña Lili −oculta debajo de la sábana− luchaba contra el sueño. Sus ojos se le cerraban y los minutos, pasada la medianoche, se hacían eternos.

La niña esperó y esperó despierta… hasta que, repentinamente, vio una silueta negra entrar al cuarto. Del susto se le abrieron los ojos y un frío le recorrió el cuerpo. “¿Será el Niño Dios?”, se preguntó.

Aquello parecía flotar en el aire –no se le veían los pies porque llevaba como una sábana encima– y lentamente se fue acercando a cada uno de sus hermanos.

¡Plofff!, ¡plofff!... fue lo único que escuchó Lili cada vez que la silueta oscura con sus suaves movimientos llegaba a cada cama.

A Lili el corazón le latió más rápido cuando la silueta llegó a la suya. Cerró los ojos y, nuevamente, escuchó un fuerte ¡plofff!. Algo cayó cerca de la almohada, pero por nada del mundo –ni siquiera su interés por conocer aquello– abrió los ojos.

La negra silueta desapareció por “arte de magia” y fue entonces cuando Lili se sentó en la cama y encontró su juguete. Después de tanta emoción, la niña no pudo más con el sueño y se quedó dormida.

En la mañana de Navidad, Lili se levantó y arregló muy rápido. Quería jugar con sus juguetes, pero –sobre todo– tenía que hacerle una pregunta “muy importante” a su madre.

“Mamá, ¿te quedaste despierta anoche y entraste al cuarto? ¿Tú nos pusiste los juguetes?”, cuestionó Lili con insistencia, quien aún dudaba que su madre fuera la persona que les ponía los regalos en la cama.

Ante el asalto de la pequeña, aquella mujer de mediana estatura y algo sorprendida por las preguntas solo atinó a decir: “¿De qué hablas niña?, ¿por qué haces esas preguntas?”.

Pero Lili insistió: “Fuiste tú quien puso los juguetes?”. La situación incomodó a la madre, quien le pidió a la niña que no hablara más del tema y que mejor se fuera a jugar. Incluso, le hizo una advertencia: “Si el próximo año usted no se duerme, el Niño Dios no le traerá juguetes”.

Lili estaba indignada. Al parecer, Jorge tenía razón. “El Niño Dios –a quien había dirigido tantas cartas desde que tuvo uso de razón– no era quien traía los regalos”, pensó.

Horas más tarde, la madre de Lili llegó más serena y le dijo que tenía que contarle algo muy importante que debía saber y recordar para toda la vida.

A Lili se le iluminaron los ojos y se sentó a escuchar atenta las palabras de su mamá.

Así fue cuando aquella mujer le reveló la vieja tradición familiar a la inquieta niña: “Cada año –explicó– tu padre y yo trabajamos mucho y procuramos que tus hermanos y tú tengan lo mejor. Pero también ahorramos para que cuando llegue la Navidad puedan recibir regalos. Quien nos permite trabajar y tener salud para lograrlo es el Niño Jesús, cuyo nacimiento celebramos cada 25 de diciembre”.

“Por eso –aseguró la madre– verdaderamente es el Niño Dios quien te hace los regalos… nosotros solo somos sus mensajeros que nos ponemos contentos con su fiesta”. Ese es el espíritu de la Navidad.

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Lili, quien grabó en su corazón aquellas palabras y las hizo suyas veinte y veinticinco años después, cuando las repitió a sus hijas. Y también mantuvo la tradición familiar que ahora disfruta con su nieto.


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La espera

Sai


Tenía ocho años. En mi inocencia sabía que debía esperar. Que si lo abría antes no iba a ser igual. Veía el reloj con desesperación. Apenas marcaba las 7:00 p.m.

Mi madre estaba terminando la cena. Mi padre conversaba con el vecino y mi hermanito, de tres años, daba vueltas por ahí.

Yo estaba sentada en el sillón de la sala. Olía el pavo horneado, escuchaba la conversación y veía al pequeño de la casa riendo y divirtiéndose, jugando con su carro favorito.

A un lado, el arbolito de Navidad y debajo de él, mis regalos.

Los minutos pasaban lentamente, creía que nunca iba a llegar la hora.

Mi desesperación era única, nunca había experimentado eso.

Por mi mente solo estaba la necesidad de abrir los regalos, saber lo que me habían comprado.

Mi vestido blanco ya estaba sudado, pasaba mis manos sobre él una y otra vez.

En un instante escuché el llamado a cenar.

Ya faltaba poco, eran las 9:00 p.m. Después de comer, entre risas y recuerdos, la familia y yo nos fuimos para la sala. Pero el sueño me venció y ahí caí rendida.

En un instante un sonido de campanas entró a mis oídos y abrí los ojos. Aún estaba en el sillón. Me fui precipitadamente a abrir mis regalos. Papeles por un lado, lazos por el otro. Pero los paquetes estaban vacíos, no había nada. Se habían olvidado de mí.

De repente me desperté otra vez: estaba en mi recámara. Salí a la sala y vi el calendario. Aún era 23 de diciembre. Todo había sido un sueño. Fui hasta el árbol, agité los regalos. Esta vez no estaban vacíos.



jueves, 16 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad (1)





El final de un año y las fiestas que tienen lugar en esta temporada se vuelven propicias para recapitular, para reflexionar sobre la vida, sobre el mundo y la época que nos toca vivir. Una historia, bien sea totalmente ficticia o basada en el testimonio de algo real --una evocación, un recuerdo-- refleja sin duda una interpretación personal de este tiempo. En La Cueva del Alcaraván hemos querido lanzarnos el reto de intentar contar esta época del año o usarla de pretexto y de marco para intentar historias que nos ayuden a dar respuestas o a plantear nuevas inquietudes sobre la existencia en nuestro aquí y ahora. He aquí la primera parte de esta serie.




El primer regalo

Eliana Morales

Se llamaba Heidi. Era rubia, de ojos azules y un poco gordita.

Qué cabello tenía. Sedoso y con unas suaves ondas que le caían en cascada. Y lo más importante: olía a nuevo. Así como huelen los juguetes en Navidad.

Fue el primer regalo de Niño Dios que mi mente recuerda. En el ombligo tenía un botón que decía off-on, y cuando se presionaba el on, la muñeca cantaba y caminaba. Funcionaba con dos pilas medianas que estaban incrustadas en su espalda. No me acuerdo cómo fue que me quedé dormida esa noche de Navidad. Solo pensaba en que amaneciera pronto para ver mis regalos. Y cuando desperté, ocurrió el milagro: en un cosado de mi cama estaba la maravillosa caja de colores con letras rojas que decían "Heidi". Levanté la vista y me encontré con los ojos brillantes de mi mamá. " Yo ví cuando el niño Dios te la estaba poniendo", me dijo. Probablemente fue el día más feliz de mi vida.



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Díptico infeliz



Aristides Cajar Páez


1. El intruso


Es ridículo.

La noche estaba quieta. Oí ruidos en la sala y me asomé. Cargaba el arma. Todos dormían. “Este vecindario ya no es seguro”, pensé. Entonces lo ví: era una sombra gruesa. Llevaba una bolsa grande y me pareció que echaba allí todo lo que encontraba. Tenía que detenerlo.

“¡Alto!”, grité mientras le apuntaba. Lanzó una risotada y siguió con lo suyo. “¡Detente o disparo!”, lo amenacé. Rió de nuevo. “Te vas a joder, pendejo”. Disparé. Cayó. Ahora, con las luces encendidas, caen sobre mí las miradas de odio, sobre todo las de mis hijos. En el suelo yace un hombrecito  rechoncho, vestido de rojo y con una abundante barba blanca. De su bolsa asoman pepermines gigantes y graciosas cajitas con lazos de colores.



2. Silencio


Soñaba. Las campanas de Belén sonaban con furor mientras unos peces bebían y cantaban a la orilla de un río. El primer bombazo lo despertó. El segundo lo hizo saltar de la cama. El tercero fue apenas un temblor: se había quedado sordo. No oyó cuando los vecinos gritaban: “¡llegó la invasión!”

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El final


Ana Teresa Benjamín


Tengo miedo de que un día vaya y ya no esté. Porque hace cuatro días, cuando fui a visitarla para Navidad, me dijo algo perturbador: "La próxima vez que vengas, y si todavía estoy por aquí, tráeme una manzana". Se me hizo entonces un nudo en el corazón, le toqué los cabellos blancos y le dije: "Sí, Mimi".

Mimi tiene más de ochenta y no es feliz. Lo pienso ahora; lo sueño en las noches. No sé si dice lo que dice porque piensa en morirse o porque todavía guarda esperanzas de escapar de allí.

Vieja, presa de sus huesos, un día -me contó- la cargaron tres personas y la llevaron a esa celda de gemidos y recuerdos. Desde entonces se le caen los cabellos y el pellejo.

Hace dos días volví a soñar con ella y sonreía: “Hola, mamita. Gracias por venir”. Cuando desperté, presa de un frío intenso, fue terror lo que sentí: Era yo la vieja en mi prisión de huesos y mis hijos, con mis nietos, me decían adiós.

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La vecina


Mario Andrés Muñóz


Estar a salvo en la sala, junto al comedor mientras la abuela hornea el pavo. La época escolar está lejos y uno puede levantarse tarde. Qué dulce tiempo que promete sorpresas a las 12 de la noche. Con siete años uno está feliz con esa comodidad hogareña. No sé por qué acepté cuando un vecino de mi edad me invitó a escapar. Salí con muchas ganas a la noche, a la aventura. Fui dispuesto a explotar bombitas, a encender estrellitas o ver fuegos artificiales. Tantas cosas se me pasaron por la mente pero nada triste ni desagradable. Menos en una casa obscura, a la que entramos, repleta de adultos silenciosos. Se había suspendido la Navidad en ese espacio, no había música ni ruido de botellas. Mi amigo me señaló el cajón alargado y dentro vi una imagen que jamás me ha abandonado. Los foquitos de colores intermitentes iluminaban unos mechones canosos y el rostro esquelético y arrugado: era mi anciana vecina o, más bien, su cara fría, ya sin vida.

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Invasión

José González Pinilla




Una luz roja se coló por la ventana del cuarto. No había música ni gente por la vereda. Los foquitos de las casas vecinas ya estaban apagados. Los perros, que cada noche le ladraban a algún caminante, estaban tranquilos. La luz roja, que cada vez era más intensa, duró apenas unos minutos. Fue entonces cuando mi papá saltó de la cama, como si estuviera esperando esa señal. Era una bengala. Mi mamá, preocupada, le rogaba a mi papá que no saliera a la calle. Mi padre había sacado de una caja que estaba arriba del estante una pistola de cañón largo, algo que nunca habíamos visto tan cerca ni mis hermanos ni yo. Entonces comprendí la angustia de mamá.
 La idea, contó papá muchos años después, era sumarse al grupo que formaría una barricada para impedir que los miembros de las Fuerzas de Defensa  se escondieran en las casas de uno de los tantos barrios de San Miguelito, huyendo del enemigo gringo. Aún a oscuras, escuché algunos truenos que estremecían la tierra. Alguien, no recuerdo quien, me dijo lo que eran en realidad: bombas cayendo sobre el cuartel de Tinajitas. Vivíamos en Cerro Batea, cerca de los límites con Santa Librada, no muy lejos del área bombardeada. De lejos y a veces sobre los techos de zinc se escuchan pasar los helicópteros. El sueño me venció esa noche. Tenía solo ocho años. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1989, desde una loma, vi cómo decenas de persona entraban a la fuerza a la tienda del chino y a otros comercios del lugar. Era solo una parte del saqueo nacional: la navidad adelantada para muchos.