jueves, 17 de febrero de 2011

Indolencia







Esta historia no tiene nada de festiva ni de graciosa. Ni siquiera es una historia ingeniosa. No es su intención. Era solo algo que el autor tenía necesidad de decir. ¿Será que solo nos importarán las cosas cuando la tragedia, el horror, toquen  a nuestra puerta? Somos ligeros para apuntar con el dedo acusador pero, realmente ¿quién tiene la culpa?




El culpable





Aristides Cajar Páez

El niño observaba, inmóvil, el campo donde los muchachos de la vecindad jugaban a la pelota.

No entendía del todo su lenguaje.  Hablaban palabras que él no conocía, hacían signos extraños con las manos, se reían.

No parecían siquiera darse cuenta de que él estaba allí.

La tarde aparentaba normalidad.

De pronto la pelota fue a estrellarse contra el cristal de una ventana.

Los chicos salieron corriendo.

Una mujer enfurecida salió de la casa. "¿Quién fue, quién fue?", vociferaba.

Alguien señaló hacia el niño inmóvil y atónito: "¡fue él!"

Todos los que estaban cerca, todos adultos, personas mayores y serias, empezaron a gritar cosas, pusieron rostros severos, corrieron tras el niño y se le abalanzaron. Él apenas pudo intentar resistirse.

"¡Yo no hice nada!" gritaba mientras forcejeaba, inútilmente.

Nadie lo escuchaba.

La confusión de manos y voces lo arrastró por el campo.

Lo inmovilizaron y lo amarraron a un poste. "¡Mocoso malcriado, ahora vas a aprender", decía la mujer que había salido de la casa donde la pelota había quebrado el vidrio de la ventana. Otros adultos repetían imprecaciones y palabras de reprobación. "Esta generación es una vergüenza", dijo uno. Hacían gestos de asco. Cerraban los puños.

"¡Hay que castigarlo!", repetían las voces, exaltadas.

Las manos terminaron de maniatarlo.

Algunos de los adultos estaban ebrios. De repente, uno de ellos, furioso, lanzó hacia el niño una botella semi vacía de licor. "¡Pequeña bestia!", le gritó. La botella fue a estrellarse contra la pared. Él logró esquivarla pero al romperse, pedazos de vidrio lo alcanzaron y le hirieron el rostro. El líquido le salpicó.

“Por favor, por favor”.

El niño suplicaba pero nadie estaba para oírlo.

Un hombre que pasaba encendió un cigarro y arrojó distraidamente la cerilla aún encendida.


Mientras el niño ardía se oían cerca las carcajadas de la multitud que festejaba.






martes, 1 de febrero de 2011

Sustos







El miedo es una de las emociones más primitivas. No obedece a la razón. Se dispara como alerta para garantizar la supervivencia, pero al mismo tiempo nos puede paralizar. Sentimos miendo ante lo desconocido, ante lo que aun no logramos explicar, incluso si es absurdo o inverosímil. El cuento de José González nos habla sobre esa emoción. ¿Alguien más tiene sustos que contar?


Criatura


José González Pinilla

Primero se escucharon unos pasos suaves, aterradores. Varios perros de las casas vecinas empezaron a inquietarse mientras las pisadas tomaban cada vez más fuerza al filo de la medianoche. ¿Acaso era un maleficio? ¿Un espíritu con ganas de molestar? ¿Una de esas señoras brujas que vuelan toda la noche en busca de algún cobarde, como relataba la abuela? El espectro, a pesar de los ladridos, seguía allí, sobre nuestras cabezas, recorriendo el techo. Fue entonces que se tomó la decisión de enfrentarlo, armados con una linterna y varias escobas. El ruido se trasladó hacia la parte frontal de la casa. Corrimos hacia allá, cual valientes, pero con las piernas temblando de miedo. De pronto se reveló ante nosotros, con la luz de la linterna golpeando su cara. Bernardino, un tío que había venido del interior hace dos días, lo derribó de un solo golpe con una vara de bambú que encontró en el patio. La criatura cayó aturdida al suelo, pero de inmediato se levantó y quedó en dos patas mostrando sus garras filosas y dientes puntiagudos. Amagó varias veces. Nadie en ese momento sabía quien tenía más miedo: si nosotros o la bestia, que así como llegó, con la noche cómplice, se esfumó tras saltar la cerca.