He aquí una crónica de Juan Luis sobre el que habría de ser el último día sobre la tierra. Juzguen ustedes.
También hay un texto de José González sobre los árboles que ya no están en ciertas zonas capitalinas, gracias al progreso y un cuento de Mario Andrés sobre una gallina que conspiró contra sí misma: ¿Señales del fin?
Crónica del fin del mundo
Juan Luis Batista
Cuando desperté ya todo había terminado.
Admito que no cumplí bien mi tarea. Mi función era ver cómo se acababa el mundo el 21 de mayo para luego contarlo en una crónica. Ese fue el encargo del editor de este espacio. Me dijo que fuera descriptivo: quería sentir el fuego final, el maremoto planetario o los coletazos telúricos. Pero me quedé profundamente dormido antes de la hora fatal. No supe realmente lo que pasó.
Sin embargo, me siento en capacidad de contarles el antes y el después del fin del mundo. Al menos como yo lo vi.
El viernes me quedé casi todo el día en casa, trabajé en mi huerto de tomates, espinacas y pepinos, leí los mensajes de twitter y esperé el fin del mundo sin mucha ansiedad. Me sorprendió ver la gran cantidad de mensajes burlándose del alucinado evangélico que calculó la fecha del fin de toda la existencia. El personaje de marras se llama Harold Camping y es descrito por medios de comunicación independientes como alguien estrambótico y fanático. Construyó un imperio multimillonario de medios cristianos, en los que difundió sus predicciones.
Pero no todos se burlaban. En horas de la mañana fui a hacer una diligencia al centro comercial de Albrook. En broma, pedí el último café negro. Al escucharme, la dependiente me reprendió suavemente: “uno nunca sabe, mejor es no burlarse de esas cosas”.
En la tarde me di el placer de ver llover desde la paz absoluta de mi casa, solo acompañado de Dartagñán y Constanza, mis perros. Llovió a cántaros. Entonces, me dijo un amigo por chat, que el fin no sería mediante fuego. “Esta vez prevalecerá el método científico. Será mediante un diluvio; ya se sabe que no falla”.
Otro amigo al que le conté de mi misión me sugirió que empezara la crónica así: “Ayer se acabó el mundo. Todo volvió al principio: ni cielos, ni tierra, ni luz, ni tinieblas…”. Me dio otra idea: “Lector, si usted está leyendo esto es imposible. Hay un error. Envíe de inmediato un correo con su queja al editor”.
Nada de eso me sirvió. Ya saben. Me venció el sueño, esa especie de muerte diaria necesaria para seguir vivos. Solo sé que me dormí mientras veía un programa de Discovery Channel sobre la era del petróleo y de cómo los seres humanos, particularmente los que habitan en el norte del continente americano, malgastamos la energía. No fui testigo del final.
Solo desperté plácidamente. Nada de nada. Todo seguía igual. Me queda la duda aún de si realmente esta no es vida, sino pura imaginación. Me pellizco y me duele. Pero el dolor también puede ser engaño y en realidad no existimos.
Leo las noticias nuevamente. Me entero de que Robert Fitzpatrick, un hombre de Staten Island, Estados Unidos, quien gastó dinero de su bolsillo para hacer publicidad al fin del mundo, dijo a la agencia de noticias AP que estaba sorprendido de que todavía estuviéramos aquí.
Todos ahora le reclaman al tal Harold Camping Él responde que fue un error de cálculo.
Lo que sí no fue un error fue el dinero que se generó detrás de esta campaña mediática. Según CNNMoney, la campaña del fin del mundo en los últimos cinco años habría recogido en donaciones unos 80 millones de dólares. Nada despreciable para un final.
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Había una vez…
José González Pinilla
(Texto y foto)

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Narrativa
Doble decisión
Mario Andrés Muñóz

La señora Emma, una señora gruesa, tenía diagnosticada obesidad, alto colesterol y los triglicéridos disparados. Ya era tiempo de reducir el peso, se dijo para sí. El ave corría dentro del espacio de dos metros por cinco. Su dueña se ejercitaba caminando las dos hectáreas y media de su terreno. Una aleteaba, se echaba al suelo y se levantaba. La otra, caminaba y movía con ritmo sus brazos.
Una mañana, la señora Emma se acercó a la verja del gallinero y examinó a sus espécimenes. Recorrió con la vista a todas sus aves, pollitos y gallos. Durante unos minutos miró con curiosidad a los animales. Le dio instrucciones concretas al peón que la acompañaba. Después, a la hora del almuerzo, sentada sola a la cabecera de la mesa, llenaba en su mente de elogios al delicado manjar que saboreaba. "Esta gallinita no tiene nada de grasa", dijo complacida.
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