martes, 10 de abril de 2012

De Semana Santa




Una colaboración del compañero José González Pinilla. Una estampa de Semana Santa. La viñeta de una vida.


El panteón está cerca de un potrero.


 













Descanso

José González Pinilla


  

Caminante
Caminaba con un saco -de esos donde viene el arroz- sobre su espalda y llevaba su sombrero de ala ancha favorito. A veces sus pasos eran rápidos y firmes, pero era evidente que la edad ya lo había vencido. De vez en cuando se detenía en el camino para tomar aire con la boca abierta. Y daba la impresión de que hablaba en voz baja para sí mismo, como haciendo un reflexión de lo que era ya su vida. Lo de la bolsa era una excusa perfecta: lo ayudaba a disimular su problema con la espalda. En casa no lo podía ocultar. A la altura de la cintura un dolor no lo dejaba en paz, por lo que lo obligaba a caminar con la espalda encorvada. Muchos decían que ya era la edad. En realidad, era uno de los tantos achaques que tenía el abuelo, un hombre de piel oscura, alto y con el cabello casi negro. Bebía todos los días en las cantinas del pueblo, cuando aún las calles eran de polvo y las primeras casas estaban en construcción. En el día trabajaba en el monte, al igual que sus amigos de trago. Había días en que no se aparecía en su casa, en un pueblito remoto de Veraguas llamado Cerro Banco, donde las casas eran de palmas y los niños comían yuca. Tuvo una docena de hijos, que antes de cumplir los 15 años de edad migraron hacia la ciudad sin haber completado el ciclo escolar. Años después hizo el intento de reencontrarse con ellos, individualmente, y lo logró. Al final de sus días, quiso estar más tiempo en familia, como no lo había hecho antes. Hoy descansa junto a la abuela, en el panteón del pueblito, cerca de un potrero y alejado de la música de las cantinas y del barullo de la gente que ahora sube y baja por calle central durante estos días de Semana Santa.

FOTOS: José González Pinilla




lunes, 26 de marzo de 2012

Vuelven los cuentos

Luego de meses de inactividad, regresa la Cueva del Alcaraván y otra vez con cuentos, que parece ser lo que mejor nos caracteriza, aunque no es lo único que queremos ofrecer. Este es un aporte de nuestro compañero Mario Andres Muñoz que seguro gustará a muchos de nuestros lectores. Dsifrútenlo. Y comenten por favor. Sus opiniones nos dan vida.


VENTA DE BUSITO

El amarillo

Mario Andres Muñoz


Es la hora del color amarillo. Antes me alegraba. La aceleración motivadora, el frenazo oportuno y los juveniles rostros asomados en las ventanas.  El amanecer portaba la alegría y movía en un concierto extrañamente armónico el laberinto. Yo, que odio las cosas domésticas, planchaba todos los domingos en la tarde. Era por el niño. El mismo que se iba en una de las cápsulas, que se detenía en la puerta y desaparecía en la calle, embarcado rumbo al Norte. Cápsulas que siguen roncando ahora con un dejo nostálgico y lo que antes era frenesí hoy es locura pura. Ruido de todas las mañanas. Cuando la casa vacía aprieta, el sueño se interrumpe por los ecos borrosos y segura estoy que los domingos en la tarde seguiré sin plancharle a nadie.


viernes, 23 de diciembre de 2011

CUENTOS DE NAVIDAD

Tratando de mantener viva una tradición que el año pasado rindió interesantes frutos, henos aquí con una  nueva entrega de los Cuentos de Navidad de la Cueva del Alcaraván. Ciertamente este no ha sido un año muy prolífico y ha habido grandes baches en nuestras publicaciones, sin embargo, estamos una vez más, reflejando a través de las creaciones del grupo, su particular y plural visión de esta época, con su contradicción, esperanza, desazón, farsa o ilusión.




La espera


Aristides Cajar Páez

Era diciembre y tenía que aparecerse. Los dos hermanos mantenían su convicción navideña y una fe a prueba de balas. No creían que fuera un mito ni la mera habladuría de la gente, un cuento para niños de quienes querían insistir en mantener una leyenda tonta. Incluso, decían, había imágenes  en donde se le veía sobrevolando la ciudad en la noche. Como muchas cosas, los gringos habían contribuido a acrecentar el mito, lo habían convertido en un verdadero e ineludible icono. Ah, los americanos y su sentido del espectáculo, el show y el negocio...  Pero ellos sí creían que era verdad y estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de comprobar la validez de su fe. Cualquier dolor, cualquier horror había sido poco. Este diciembre creían que por fin podrían verlo. La ilusión, que mantenían desde pequeños, los empujaba. Al menos la emoción de sus viejos era verdadera, sus lágrimas, los recuerdos de noches pobladas de estruendo y luces intensas. No hicieron caso de la prohibición. Se quedaron hasta tarde, esperando verlo, ocultos, sigilosos. Incluso cuando una señora dijo en voz alta: 'no va a aparecer', ellos no le creyeron. Era navidad. ¿Cómo podía no aparecer? Entonces el milagro se produjo frente a sus ojos ávidos. El anciano estaba allí, un poco lejos, pero real. Más delgado de lo que imaginaban. Se veía de mal humor y manoteaba, molesto y cansado. El milagro había sucedido. Ya sabían con exactitud cómo era el rostro de Noriega.






Odio la Navidad




Óscar Castaño Llorente


Odio la navidad. Nada me contagia de tanto rencor como las fiestas de fin de año. Me dan ganas de cometer suicidio, pero eso sería rendirle un homenaje definitivo a unos días fatuos y pasajeros, tan rebosantes de grasa y de mentiras.

Mi aversión inició siendo yo muy pequeño, por partida doble. En ese entonces vivíamos en ciudad de Panamá y mis padres se divorciaron apenas cumplí tres años de edad. Mi papá ganó la custodia, la patria potestad y todo cuanto un padre hace cuando quiere retener a sus hijos. Mi hermana y yo partimos con él para Bogotá. Nos fuimos a vivir a la casa de mi familia paterna.

Mi papá tan sólo tenía 25 años, y no era más que un flaco inseguro sin profesión alguna, que creía tener un talento especial para inventar historias. Hasta entonces había sido un mentiroso espectacular cuyas crónicas publicadas en La Estrella de Panamá, en la revista Cromos y el diario El Espectador, se basaban en los rumores alucinantes de las musas del alcohol. No había forma de detenerlo y mucho menos de comprobar la veracidad de lo que escribía en las columnas que de buena fé a él se le ofrecían.

Pocos los ingresos, grandes las limitaciones, la Navidad la pasábamos de largo. En noche nueva nos íbamos a dormir a las nueve. Durante los días siguientes tratábamos de quedarnos en casa porque de alguna manera nos dolía la felicidad de nuestros amigos de barrio, pifiosos con sus regalos, sus juguetes, sus Atari y sus bicicletas, y estrenosos con sus ropas nuevas de vestir. Así hasta que llegaban los Reyes Magos.

La segunda causa de mi odio hacía la navidad radica en la religión profesada por mi familia paterna. Mis dos abuelos y mis 15 tíos profesaban con rigurosa homogeneidad el credo de los Testigos de Jehová. Por supuesto que dicha uniformidad duró muy poco, y muchos de ellos terminaron por parecerse a los seguidores de alguna secta satánica, con sus manías psicóticas, con sus deliciosas perversidades sexuales, con su inconsciencia sin fin. Esa temporada en aquella casa de setecientos metros cuadrados duró diez años, década en la que no se celebraba nada. Ni siquiera la llegada de nuestro señor Jesucristo.

Pero todo placer se paga y todo sacrificio tiene su recompensa. Habíamos abandonado la casa de los abuelos, mi padre subía posiciones sociales a través del periodismo, parecíamos una especie de nuevos ricos a los que les fascinaba leer, y en diciembre de 1986 perdí yo mi virginidad en temas navideños. Nos había invitado a pasar la noche de pascuas una senadora del Tolima Grande que admiraba a mi papá por su inteligencia y sus soluciones novedosas a los problemas de la política. Fuimos a su casa tipo chalet de dos mil metros cuadrados, repleta de esculturas en bronce y obras pictóricas de los maestros Alejandro Obregón y Fernando Botero. La casa quedaba en la montaña de La Calera.

Llegamos a las nueve de la noche, y al entrar a la mansión mi atención se la robó un árbol de navidad de al menos dos metros y medio de alto. Después nos sentamos, más tarde se cantaron los villancicos y a las doce empezó esa repartidera de regalos que siempre detestaré porque para mí y para mi hermana no había nada. Al fin y al cabo éramos los invitados. Había llegado la hora de tomar venganza.

Entregaron los regalos, y la sobrina nieta de la senadora, una Blancanieves en ese entonces tres años mayor que yo, empezó a hablarme con ese deleite de las mujeres que ya se saben hermosas. Primero me retó con palabras de reproche por no cantar los villancicos. Luego me preguntó sobre el árbol: “¿Acaso no los conocías”. Y al final de aquella conversación de infierno me pidió que la acompañara a subir a la terraza de la casa dizque “a ver las estrellas”.

Delante de nosotros Bogotá se extendía como una sábana oscura cubierta por las luciérnagas. Era la madrugada, el frío increíble y mi inseguridad pasmosa. Ella se acercó y con sus manos elásticas que todo lo podían, y juro que jamás las olvidaré, me empezó a tocar en partes de mi cuerpo como si ya lo hubiera recorrido cien veces. Me besó con ternura y después me mordió la lengua. Yo me dejaba arrastrar como una muñeca de trapo. Abajo, en la casa, nos ignoraban las carcajadas, la música y el estallar de los corchos. Arriba, nosotros, que estábamos próximos a disfrutarnos, ella con su sapiencia de anciana y yo con mi deseo vindicante.

Terminamos y regresamos a la fiesta. A las cinco de la mañana mi papá, mi hermana y yo volvíamos a nuestra casa. Siete horas después añoraba el vértigo compartido con mi joven anciana. Era la hora del almuerzo.