Vianey Milagros Castrellón
Era prepotente, corrupto y seductor. Era el Presidente que sus allegados temían, sus adversarios detestaban y las mujeres adoraban. En los años que estuvo al mando del pequeño pero rico país, el político se aseguró de engordar sus cuentas bancarias y de alargar su lista de amantes, quienes caían seducidas por el irresistible atractivo que solo el poder absoluto provoca.
Señoritas de sociedad, viudas en duelo y hasta la esposa de algún ministro despistado. El único tema en el que el Presidente ejercía la democracia absoluta era en la elección de sus mujeres. Y para mantener la red de hasta cuatro amantes a la vez , el mandatario diseñaba una estrategia igual de meticulosa que la empleada para neutralizar a sus críticos.
“Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos más”, decía, y por eso ubicaba a sus amigas en apartamentos dispersos en un perímetro no mayor de dos cuadras; así se le facilitaba espiarlas. Y a aquellas comprometidas, casadas o con novios, el Presidente les ofrecía a sus hombres un trabajo en el gobierno, y ante cualquiera sospecha de que la infidelidad había sido descubierta, ellos eran trasladados a pueblos perdidos donde solo se llegaba a caballo, y los más afortunados eran embarcados a alguna embajada al fin del mapa.
Tampoco llamaba a ninguna de estas mujeres por su nombre propio, todas eran “mi amor”. Para evitar duplicidad de compromisos llevaba una agenda roja –no negra, como era la tradición, porque según él solo el rojo combinaba con su estilo de vida de hombre apasionado– en cuya contraportada estaba escrito el “Decálogo para atrapar mujeres”, una descarada lista creada por él mismo con los pasos para conseguir más de una amante.
El plan le sirvió tanto en el Gobierno como en su vida personal. Al final de los cinco años de mandato, el político entregó la presidencia rodeado de acusaciones de haber robado millones de dólares al Estado, pero sin una prueba que pudiera llevarlo ante los tribunales.
De igual forma pasó con las mujeres que lo acompañaron, aunque algunas de ellas descubrieron con el tiempo que no eran las únicas que el Presidente había amado y hubo incluso algún reclamo incómodo de “pero si yo te quería tanto”, ninguna de ellas le guardó rencor ni amenazó con exponer su vida de infiel.
Así pasaron un par de años, en los que el ex presidente se dedicó a gastar sus millones en viajes obscenos alrededor del mundo y a posar junto a sus nietos para las revistas sociales, hasta que recibió una llamada de su abogado:
- Ahora sí te jodiste. La policía te está buscando y te van a meter preso por la plata que te robaste.
Al otro lado del teléfono, el abogado trataba de explicarle al ex-Presidente que las autoridades habían encontrado un testigo clave de sus crímenes y que esa mujer –su género era el único dato que el abogado había sacado de sus fuentes– había aportado documentos que detallaban cada transacción de sus fechoría, la fecha, a qué banco y por qué monto.
- Pero, ¿cómo es posible?... Si a la única persona que le contaba de mis chanchullos aparte de ti era…
El ex-Presidente no pudo terminar la frase porque un recuerdo le atropelló la memoria. Había sido una de sus amantes favoritas, no recordaba su nombre, solo que tenía un puesto de gerencia en el banco estatal, que la había conocido en uno de esos aburridos cócteles diplomáticos y que lo enloqueció porque aparte de “estar buenísima” era un genio con los números.
Entre cita y cita, el político le confió su método para apropiarse de parte de los millones de dólares que el Estado le pagaba a empresas extranjeras para construir carreteras y hospitales. Con el tiempo, el hombre llegó a pedirle consejo para invertir su fortuna en mejores mercados y al ver la rentabilidad de las inversiones sugeridas por la bella banquera, el Presidente le entregó en bandeja de plata los papeles que desmenuzaban su crimen.
Ella fue una de las que descubrió que su Presidente no era un hombre fiel y cuando lo confrontó no hubo llantos ni gritos, solo una simple amenaza: “Me la vas a pagar”.
- “Tiene que ser ella”, pensaba el hombre mientras colgaba el teléfono con los gritos de su abogado retumbando en el auricular.
El ex-Presidente aún recordaba la dirección del apartamento donde habían tenido sus primeros encuentros amorosos, así que se dirigió hacia su destino con la esperanza de que la mujer que estaba a punto de mandarlo a la cárcel no se hubiera mudado.
Llegó al edificio y convenció sin dificultad al portero de que lo dejara entrar; aún no había estallado la noticia de que era buscado por la policía y por mucho que se especulara sobre él, el hombre había sido Presidente y su presencia seguía inspirando sino respeto, por lo menos intimidación.
Subió los cuatro pisos en elevador y cuando llegó al apartamento buscado, tocó el timbre. Sin esperar una invitación, el hombre irrumpió en la habitación apenas se abrió la puerta. Allí estaba ella, parada en medio de la sala, tan bella como la recordaba, tan seductora con su cabello rojo y ojos verdes, y con ese aire de inteligencia que terminó por atraparlo.
Esta vez, sin embargo, el Presidente no vino a seducirla sino a reclamarle:
- ¿Cómo pudiste hacerme esto? Yo pensaba que me amabas, tú me dijiste que me amabas y así me lo demuestras, vendiéndome a la policía. ¿Cómo pudiste traicionarme?”, gritaba el hombre que había perdido toda compostura.
La mujer se había sentado en el sofá y estoicamente había escuchado los reclamos de su antiguo amante. Ella se mantuvo en silencio varios segundos que al Presidente le sonaron a eternidad antes de responder pausadamente:
- “¿Recuerdas esto?”, decía la pelirroja mientras alzaba con su mano la agenda roja presidencial. “Atrás tiene una interesante lista para atrapar mujeres, creo que el punto que más me gusta es el número tres: ‘Nunca llames a las mujeres por su nombre, corres el riesgo de equivocarte y exponerte a una situación embarazosa. Mejor inventa nombres cariñosos que nunca fallan como mi corazón o mi muñeca”, leía la mujer que para ese entonces ya había comenzado a llorar. “Ahora recuerdo que tú nunca me llamaste por mi nombre. ¿Tú ni siquiera sabes cómo me llamo, verdad?”.
El ex-Presidente se sintió indefenso ante la pregunta que por más que se esforzaba, no podía responder, y mientras escuchaba las sirenas de la policía que se acercaba, tal vez alertada por el portero o por algún vecino preocupado, solo llegó a responder:
- “Ay, mi amor”
"La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada": Gabriel García Márquez.
miércoles, 12 de mayo de 2010
lunes, 3 de mayo de 2010
La rutina
Ana Teresa Benjamín
Para Amanda resultaba insoportable. Llevaba horas en esa misma habitación, sin querer hacer nada más, con ese mismo sudor pegado al cuerpo y ansiando una vida que no existía.
Desde afuera, por entre las rendijas de la ventana, se colaban los gritos de unos niños y el ruido de los motores. Pero adentro, en su cuarto, Amanda solo sentía tristeza. Más que tristeza era soledad. Una soledad que le avergonzaba y que la hacía abrir las piernas.
Hacía ya algún tiempo que Tomás había partido. De su presencia quedaba sólo una guitarra, un par de papeles, unas fotos y sus calzoncillos blancos.
- "Lo siento, ya no puedo seguir", le dijo una tarde, en el parque de siempre. "Lo siento, amor", le volvió a decir.
Amanda esperaba ese arrepentimiento. Ella misma lo había sentido a veces.
Con Tomás, ciertamente, había sido otra cosa. No era sólo esa pasión deliciosa que la envolvía en mil temblores, sino también esa ternura nacida de la complicidad.
Amanda lo recordaba y se miró los pechos. Cerró las piernas y se encogió entre las sábanas.
A la mañana siguiente amaneció vestida sólo con su panty gris, con los mismos ruidos desde la calle. Sus hijos no estaban. Había silencio y el sol entraba por otra ventana.
Amanda tomó entonces los pedazos de su alma y se levantó. Se miró al espejo y pensó: "Humm, buenas nalgas". Se miró el vientre y se dijo: "Han sido mis hijos". Se miró los ojos y calló: "Aún puedo verte...".
Ese día, seguramente, sería igual que todos los otros.
Para Amanda resultaba insoportable. Llevaba horas en esa misma habitación, sin querer hacer nada más, con ese mismo sudor pegado al cuerpo y ansiando una vida que no existía.
Desde afuera, por entre las rendijas de la ventana, se colaban los gritos de unos niños y el ruido de los motores. Pero adentro, en su cuarto, Amanda solo sentía tristeza. Más que tristeza era soledad. Una soledad que le avergonzaba y que la hacía abrir las piernas.
Hacía ya algún tiempo que Tomás había partido. De su presencia quedaba sólo una guitarra, un par de papeles, unas fotos y sus calzoncillos blancos.
- "Lo siento, ya no puedo seguir", le dijo una tarde, en el parque de siempre. "Lo siento, amor", le volvió a decir.
Amanda esperaba ese arrepentimiento. Ella misma lo había sentido a veces.
Con Tomás, ciertamente, había sido otra cosa. No era sólo esa pasión deliciosa que la envolvía en mil temblores, sino también esa ternura nacida de la complicidad.
Amanda lo recordaba y se miró los pechos. Cerró las piernas y se encogió entre las sábanas.
A la mañana siguiente amaneció vestida sólo con su panty gris, con los mismos ruidos desde la calle. Sus hijos no estaban. Había silencio y el sol entraba por otra ventana.
Amanda tomó entonces los pedazos de su alma y se levantó. Se miró al espejo y pensó: "Humm, buenas nalgas". Se miró el vientre y se dijo: "Han sido mis hijos". Se miró los ojos y calló: "Aún puedo verte...".
Ese día, seguramente, sería igual que todos los otros.
sábado, 1 de mayo de 2010
Locuras cotidianas
Elizabeth Garrido A.
El “diablo rojo”, como de costumbre, iba a reventar. Casi no alcancé a sujetarme del barandal que va colgado del techo del bus porque mi mano era demasiado ancha para ocupar el pequeño espacio que quedaba disponible.
La mochila, llena de pesados, pero necesarios libros, golpeaba a ese pasajero que sentado me miraba con ojos de rabia. ¿Qué podía hacer? Aunque la situación era angustiante, en ese momento no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera llegar a tiempo a la clase del profesor de filosofía, en la Facultad de Humanidades.
Él es el típico profesor que cree sabérselas todas y, por tanto, poseer la verdad absoluta. Además, aprovecha para ridiculizar al “infame” que se atreva a llegar
tarde a su clase.
Ya me veía, cual conejillo de indias, el hazmerreír de la clase de las 10:50 a.m. Aún le daba vueltas al asunto en mi cabeza y hasta escuchaba las carcajadas de los compañeros cuando, en cuestión de segundos, ese tipo alto y fornido se puso a mi lado, me miró y rasgó con fuerzas una de las mangas de mi camisa. No me reponía del espanto cuando, con un frenazo, llegamos a la parada de la Universidad de Panamá. El tumulto de gente me empujó a bajar con rapidez y apenas logré pagarle al chofer.
Al fin estaba de pie en la parada de la U, atónito por lo ocurrido y con una mano sujetando mi manga rasgada del hombro, como si nadie se hubiera percatado de que llevaba la camisa rota. Respiré hondo y justo en ese momento llegó otra vez raudo y veloz aquél hombre loco para terminar de hacer su obra: frente a todos los presentes rasgó entonces la manga del otro brazo. Ahora sí, mi camisa ya estaba pareja. ¿Qué podía hacer? Él se reía y yo miraba mis mangas. Fue entonces cuando lo entendí: las mangas rasgadas estaban de sobra y ya no me hacían falta. Eran las 10:45 a.m. y entonces me dije: “Vamos, Eduardo, que la clase aún no ha empezado”.
Cuatro horas antes, en el Mercado de Abastos, Martín casi se muere del susto cuando el hombre que se paseaba por las escaleras se fijó en él y le gritó a todo pulmón: “Ese pan es mío, ¡dámelo!”. Su padre y él ya habían colocado toda la fruta en el puesto de venta y Martín estaba muerto de hambre. Pero el hombre gritaba con más fuerza, exigiendo aquel pedazo de pan que el joven tenía en la mano. Todos los miraban. “¿Qué podía hacer? ¿Acaso querían que me pusiera a gritar con ese pobre loco? Pues no, así que le regalé el pan y seguí mi camino. Además, el arquitecto me esperaba en la oficina a las 7:00 a.m. porque necesitaba los planos y yo ya comería más tarde”, contó luego en su casa.
Y ese mismo viernes, pero después del mediodía, Margarita y Francisco corrían por plena Avenida Central. Junto a ellos iba la muchedumbre que huía de los gases lacrimógenos que lanzaban los policías. Los universitarios y los institutores habían salido a la calle y, por ende, todo transeúnte que se encontrara a la redonda de la “zona de combate” pagaría las consecuencias.
Francisco corría rápido, pero Margarita se cansó pronto. Por eso se detuvo en la entrada de un almacén a tomar aire, mientras su acompañante la animaba a continuar.
Fue así como emprendieron nuevamente la carrera, solo que ahora Margarita sentía que un peso extraño le impedía correr más rápido. Mientras avanzaba hizo un recorrido con su mirada de todo lo que le rodeaba hasta que, ¡lotería!, encontró aquello que estaba haciendo las veces de ancla. En las cartulinas que llevaba en la mano se habían colgado, cual escaparate, unos ganchos con las prendas de vestir que estaban en el almacén.
“¡Detente, Francisco!”, gritó Margarita mientras frenaba el paso. “Mira, tengo que devolver esta ropa que se vino conmigo enganchada”, explicó. “¿Estás loca? No podemos correr contracorriente”, respondió Francisco, que escuchaba cada vez más cerca los carros del Control de Multitudes. “Pues, contigo o sin ti la devolveré”, replicó ella. Y ropa en mano corrió contracorriente, recibiendo empujones y esquivando a la gente.
Hasta que al fin llegó al almacén que en ese momento estaba por cerrar la última puerta. Los empleados ya habían guardado toda la ropa y, sorprendidos, vieron llegar a Margarita que les dijo: “Solo les faltaban estas piezas”. “¡Gracias!”, respondieron ellos, mientras la universitaria retomó la carrera junto a Francisco.
Pues sí, ese mismo día, pero ya de noche, los cuatro amigos recordaron las locuras que habían vivido durante la jornada. Solo que ahora se rieron y las contaron con más calma.
El “diablo rojo”, como de costumbre, iba a reventar. Casi no alcancé a sujetarme del barandal que va colgado del techo del bus porque mi mano era demasiado ancha para ocupar el pequeño espacio que quedaba disponible.
La mochila, llena de pesados, pero necesarios libros, golpeaba a ese pasajero que sentado me miraba con ojos de rabia. ¿Qué podía hacer? Aunque la situación era angustiante, en ese momento no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera llegar a tiempo a la clase del profesor de filosofía, en la Facultad de Humanidades.
Él es el típico profesor que cree sabérselas todas y, por tanto, poseer la verdad absoluta. Además, aprovecha para ridiculizar al “infame” que se atreva a llegar
tarde a su clase.
Ya me veía, cual conejillo de indias, el hazmerreír de la clase de las 10:50 a.m. Aún le daba vueltas al asunto en mi cabeza y hasta escuchaba las carcajadas de los compañeros cuando, en cuestión de segundos, ese tipo alto y fornido se puso a mi lado, me miró y rasgó con fuerzas una de las mangas de mi camisa. No me reponía del espanto cuando, con un frenazo, llegamos a la parada de la Universidad de Panamá. El tumulto de gente me empujó a bajar con rapidez y apenas logré pagarle al chofer.
Al fin estaba de pie en la parada de la U, atónito por lo ocurrido y con una mano sujetando mi manga rasgada del hombro, como si nadie se hubiera percatado de que llevaba la camisa rota. Respiré hondo y justo en ese momento llegó otra vez raudo y veloz aquél hombre loco para terminar de hacer su obra: frente a todos los presentes rasgó entonces la manga del otro brazo. Ahora sí, mi camisa ya estaba pareja. ¿Qué podía hacer? Él se reía y yo miraba mis mangas. Fue entonces cuando lo entendí: las mangas rasgadas estaban de sobra y ya no me hacían falta. Eran las 10:45 a.m. y entonces me dije: “Vamos, Eduardo, que la clase aún no ha empezado”.
Cuatro horas antes, en el Mercado de Abastos, Martín casi se muere del susto cuando el hombre que se paseaba por las escaleras se fijó en él y le gritó a todo pulmón: “Ese pan es mío, ¡dámelo!”. Su padre y él ya habían colocado toda la fruta en el puesto de venta y Martín estaba muerto de hambre. Pero el hombre gritaba con más fuerza, exigiendo aquel pedazo de pan que el joven tenía en la mano. Todos los miraban. “¿Qué podía hacer? ¿Acaso querían que me pusiera a gritar con ese pobre loco? Pues no, así que le regalé el pan y seguí mi camino. Además, el arquitecto me esperaba en la oficina a las 7:00 a.m. porque necesitaba los planos y yo ya comería más tarde”, contó luego en su casa.
Y ese mismo viernes, pero después del mediodía, Margarita y Francisco corrían por plena Avenida Central. Junto a ellos iba la muchedumbre que huía de los gases lacrimógenos que lanzaban los policías. Los universitarios y los institutores habían salido a la calle y, por ende, todo transeúnte que se encontrara a la redonda de la “zona de combate” pagaría las consecuencias.
Francisco corría rápido, pero Margarita se cansó pronto. Por eso se detuvo en la entrada de un almacén a tomar aire, mientras su acompañante la animaba a continuar.
Fue así como emprendieron nuevamente la carrera, solo que ahora Margarita sentía que un peso extraño le impedía correr más rápido. Mientras avanzaba hizo un recorrido con su mirada de todo lo que le rodeaba hasta que, ¡lotería!, encontró aquello que estaba haciendo las veces de ancla. En las cartulinas que llevaba en la mano se habían colgado, cual escaparate, unos ganchos con las prendas de vestir que estaban en el almacén.
“¡Detente, Francisco!”, gritó Margarita mientras frenaba el paso. “Mira, tengo que devolver esta ropa que se vino conmigo enganchada”, explicó. “¿Estás loca? No podemos correr contracorriente”, respondió Francisco, que escuchaba cada vez más cerca los carros del Control de Multitudes. “Pues, contigo o sin ti la devolveré”, replicó ella. Y ropa en mano corrió contracorriente, recibiendo empujones y esquivando a la gente.
Hasta que al fin llegó al almacén que en ese momento estaba por cerrar la última puerta. Los empleados ya habían guardado toda la ropa y, sorprendidos, vieron llegar a Margarita que les dijo: “Solo les faltaban estas piezas”. “¡Gracias!”, respondieron ellos, mientras la universitaria retomó la carrera junto a Francisco.
Pues sí, ese mismo día, pero ya de noche, los cuatro amigos recordaron las locuras que habían vivido durante la jornada. Solo que ahora se rieron y las contaron con más calma.
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