Aristides Cajar Páez
Recuerdo que era lunes. No tengo presente el tema preciso de nuestra conversación pero estoy convencido de que era algo bastante trivial, al menos lo suficiente para que no dejara huella en mi memoria. Hubo de pronto un silencio largo e incómodo. Tu mirada se quedó colgando un millón de segundos al filo de la mía. Como una pregunta imprecisa pero apremiante que buscara las palabras justas y adecuadas y no le alcanzara el aliento para pronunciarse. Los ojos abiertos parecían gritarse mutuamente mil cosas pero nosotros, sus dueños, no fuimos condescendientes con su angustia. 'Bueno, creo que me voy', dijiste de pronto, planteando la retirada como una especie de salida de emergencia al naufragio que parecía avecinarse. Y pese a la sentencia decisiva que salió de tus labios, tus pies parecían fundidos al piso. Tenías un vestido blanco, no llevabas prendas y el cabello insistía en caer sobre tu cara sin que tu mirada quisiera enterarse de esa intrusión. "Bueno", dije yo con más esfuerzo aun, "¿entonces te veré mañana?" Y la poca fe en esa esperanza chiquita asomada en esas palabras vacilantes era notoria como un faro en medio de la noche. "No sé", respondiste con el semblante endurecido y el gesto disimulado de quien quiso decir otra cosa pero se arrepintió al segundo siguiente. Toneladas de orgullo se interpusieron entre tu deseo y tu voluntad para corregir el rumbo de ese falseamiento. Las caras quisieron ser amables y ensayaron una sonrisa recíproca pero solo les salieron extraños y deformes gestos que traslucían equivocamente algún padecimiento físico o una molestia. ¿Por qué de pronto la densidad del aire se había hecho insoportable? ¿Por qué todo marchaba en cámara lenta y en el centro del vientre giraba furiosa una serpiente de aire que apretaba y apretaba con crueldad y sin tregua? "Te llamaré" dijo casi otro a través de mi garganta al borde de la asfixia. "Sí", respondiste y hubieras querido decir "mejor no" o "mañana estaré fuera" o cualquier otra cosa distinta a ese "sí" vencido, sin convicción, sin compromiso. La brisa nos castigaba parejo a los dos pero tú parecías a punto de salir volando, vaporosa y etérea, casi irreal, como un fantasma hermoso o un sueño. Mi cara se acercó a la tuya casi por instinto, pero en seguida notó tu terror y se contagió de pánico. La piel y los huesos se quedaron esperando, intrigados y perplejos, las sensaciones imaginadas que no llegaron a concretarse. Entonces los pies tomaron la iniciativa, empezaron a consumar aquella cobardía compartida y marcaron la ruta del alejamiento con sentidos opuestos. Así empezó a instalarse, definitiva y triunfal, la distancia. Solo los ojos, hasta lo último, hicieron el intento de encontrarse.
Temor de lanzarse al vacío. ¿Porque no entregarse a esos instintos? ¿A que tenemos miedo? Al rechazo acaso.
ResponderEliminarPor otra parte, interesante lo de la "serpiente de aire que apretaba y apretaba con cruelada y sin tregua".
Lo de la “cobardía compartida” resume la profundidad e intensidad de ese millón de segundos.
ResponderEliminarExcelente lenguaje, descripciones precisas y gran dominio de los recursos. Felicidades amigos panameños. Este es de los mejores relatos breves sobre el tema. Saludos cordiales.
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