El final de un año y las fiestas que tienen lugar en esta temporada se vuelven propicias para recapitular, para reflexionar sobre la vida, sobre el mundo y la época que nos toca vivir. Una historia, bien sea totalmente ficticia o basada en el testimonio de algo real --una evocación, un recuerdo-- refleja sin duda una interpretación personal de este tiempo. En La Cueva del Alcaraván hemos querido lanzarnos el reto de intentar contar esta época del año o usarla de pretexto y de marco para intentar historias que nos ayuden a dar respuestas o a plantear nuevas inquietudes sobre la existencia en nuestro aquí y ahora. He aquí la primera parte de esta serie.
El primer regalo
Eliana Morales
Se llamaba Heidi. Era rubia, de ojos azules y un poco gordita.
Qué cabello tenía. Sedoso y con unas suaves ondas que le caían en cascada. Y lo más importante: olía a nuevo. Así como huelen los juguetes en Navidad.
Fue el primer regalo de Niño Dios que mi mente recuerda. En el ombligo tenía un botón que decía off-on, y cuando se presionaba el on, la muñeca cantaba y caminaba. Funcionaba con dos pilas medianas que estaban incrustadas en su espalda. No me acuerdo cómo fue que me quedé dormida esa noche de Navidad. Solo pensaba en que amaneciera pronto para ver mis regalos. Y cuando desperté, ocurrió el milagro: en un cosado de mi cama estaba la maravillosa caja de colores con letras rojas que decían "Heidi". Levanté la vista y me encontré con los ojos brillantes de mi mamá. " Yo ví cuando el niño Dios te la estaba poniendo", me dijo. Probablemente fue el día más feliz de mi vida.
---
Díptico infeliz
Aristides Cajar Páez
1. El intruso
Es ridículo.
La noche estaba quieta. Oí ruidos en la sala y me asomé. Cargaba el arma. Todos dormían. “Este vecindario ya no es seguro”, pensé. Entonces lo ví: era una sombra gruesa. Llevaba una bolsa grande y me pareció que echaba allí todo lo que encontraba. Tenía que detenerlo.
“¡Alto!”, grité mientras le apuntaba. Lanzó una risotada y siguió con lo suyo. “¡Detente o disparo!”, lo amenacé. Rió de nuevo. “Te vas a joder, pendejo”. Disparé. Cayó. Ahora, con las luces encendidas, caen sobre mí las miradas de odio, sobre todo las de mis hijos. En el suelo yace un hombrecito rechoncho, vestido de rojo y con una abundante barba blanca. De su bolsa asoman pepermines gigantes y graciosas cajitas con lazos de colores.
2. Silencio
Soñaba. Las campanas de Belén sonaban con furor mientras unos peces bebían y cantaban a la orilla de un río. El primer bombazo lo despertó. El segundo lo hizo saltar de la cama. El tercero fue apenas un temblor: se había quedado sordo. No oyó cuando los vecinos gritaban: “¡llegó la invasión!”
---
El final
Ana Teresa Benjamín
Tengo miedo de que un día vaya y ya no esté. Porque hace cuatro días, cuando fui a visitarla para Navidad, me dijo algo perturbador: "La próxima vez que vengas, y si todavía estoy por aquí, tráeme una manzana". Se me hizo entonces un nudo en el corazón, le toqué los cabellos blancos y le dije: "Sí, Mimi".
Mimi tiene más de ochenta y no es feliz. Lo pienso ahora; lo sueño en las noches. No sé si dice lo que dice porque piensa en morirse o porque todavía guarda esperanzas de escapar de allí.
Vieja, presa de sus huesos, un día -me contó- la cargaron tres personas y la llevaron a esa celda de gemidos y recuerdos. Desde entonces se le caen los cabellos y el pellejo.
Hace dos días volví a soñar con ella y sonreía: “Hola, mamita. Gracias por venir”. Cuando desperté, presa de un frío intenso, fue terror lo que sentí: Era yo la vieja en mi prisión de huesos y mis hijos, con mis nietos, me decían adiós.
---
La vecina
Mario Andrés Muñóz
Estar a salvo en la sala, junto al comedor mientras la abuela hornea el pavo. La época escolar está lejos y uno puede levantarse tarde. Qué dulce tiempo que promete sorpresas a las 12 de la noche. Con siete años uno está feliz con esa comodidad hogareña. No sé por qué acepté cuando un vecino de mi edad me invitó a escapar. Salí con muchas ganas a la noche, a la aventura. Fui dispuesto a explotar bombitas, a encender estrellitas o ver fuegos artificiales. Tantas cosas se me pasaron por la mente pero nada triste ni desagradable. Menos en una casa obscura, a la que entramos, repleta de adultos silenciosos. Se había suspendido la Navidad en ese espacio, no había música ni ruido de botellas. Mi amigo me señaló el cajón alargado y dentro vi una imagen que jamás me ha abandonado. Los foquitos de colores intermitentes iluminaban unos mechones canosos y el rostro esquelético y arrugado: era mi anciana vecina o, más bien, su cara fría, ya sin vida.
---
Invasión
José González Pinilla
Una luz roja se coló por la ventana del cuarto. No había música ni gente por la vereda. Los foquitos de las casas vecinas ya estaban apagados. Los perros, que cada noche le ladraban a algún caminante, estaban tranquilos. La luz roja, que cada vez era más intensa, duró apenas unos minutos. Fue entonces cuando mi papá saltó de la cama, como si estuviera esperando esa señal. Era una bengala. Mi mamá, preocupada, le rogaba a mi papá que no saliera a la calle. Mi padre había sacado de una caja que estaba arriba del estante una pistola de cañón largo, algo que nunca habíamos visto tan cerca ni mis hermanos ni yo. Entonces comprendí la angustia de mamá.
La idea, contó papá muchos años después, era sumarse al grupo que formaría una barricada para impedir que los miembros de las Fuerzas de Defensa se escondieran en las casas de uno de los tantos barrios de San Miguelito, huyendo del enemigo gringo. Aún a oscuras, escuché algunos truenos que estremecían la tierra. Alguien, no recuerdo quien, me dijo lo que eran en realidad: bombas cayendo sobre el cuartel de Tinajitas. Vivíamos en Cerro Batea, cerca de los límites con Santa Librada, no muy lejos del área bombardeada. De lejos y a veces sobre los techos de zinc se escuchan pasar los helicópteros. El sueño me venció esa noche. Tenía solo ocho años. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1989, desde una loma, vi cómo decenas de persona entraban a la fuerza a la tienda del chino y a otros comercios del lugar. Era solo una parte del saqueo nacional: la navidad adelantada para muchos.
Me gusta "Silencio".
ResponderEliminarAna Teresa.
Me gustó mucho los cuentos de Cajar y el de Eliana, el de Ana me dejó con un sinsabor, fue muy triste esa situación. ¡Feliz Navidad!
ResponderEliminarFelicidades!!!
ResponderEliminarLos cuentos deben motivar y alentar la reunión familiar, pero el último es simplemente deprimente y desafortunado en la temática navideña. El autor, el señor Muñoz, está delirando, o la ficción lo está llevando muy lejos porque esa situación que describe es del todo improbable.
ResponderEliminarTodo lo demás está bien.
¿Los cuentos deben motivar y alentar la reunión familiar? ¿Los cuentos navideños tienen que ser furiosamente felices? No lo creo. Tampoco creo que sea improbable que a alguien se le ocurra morirse en plena Navidad. En todo caso, el cuento es ficción. La Navidad -como la maternidad, por ratos- no es como la pintan los comerciales. Yo creo que en la variedad de experiencias está la riqueza.
ResponderEliminarAna Teresa
Ficcion narrada con un realismo brutal. Al fin y al cabo, igual que la vida misma.
ResponderEliminarFicción...¿ficción? ¿seguro? Dejemos la respuesta en el aire, es parte del misterio. Quiero felicitar a los participantes en esta convocatoria por la calidad de sus escritos y la fidelidad que mantuvieron a su visión particular sobre esta temporada del año. ¿Sombría? tal vez, pero ¿no es así este tiempo que nos toca vivir? Particularmente me gustó El fin, una desgarradora parábola sobre el ocaso de la existencia. Es una pieza armada con precisión de relojero, pero sin artificio, con la naturalidad de lo que brota de repente de las entrañas. El final de esta historia, onírico, sorprendente, aterrador, muy bueno.
ResponderEliminarQué bueno que no nos olvidamos de la invasión, ¿ah Jose?
Saludos a todos.
Aristides Cajar Páez
Peró bueno ¿qué pasó con los optimistas y felices? También son necesarios, hasta indispensables. Eliana ha sacado la cara por los recuerdos bonitos pero auténticos. ¿Alguien más?
ResponderEliminarACP
Así es compañero Aristides, la invasión ¿Causa Justa? hay que recordarla siempre. ACP: hay años felices para muchos, para otros no, como el caso de los afectados por las recientes inundaciones. Este año, en vez de pasar en su casa comiendo jamón, estarán en un albergue, con un futuro incierto. ¡FELIZ NAVIDAD!
ResponderEliminarEstimado Fernando Gómez: Acabo de recibir la noticia de que un amigo mío falleció ahora, ad portas de la navidad. Simplemente no dudo que en su casa se vea el mismo ambiente que describe el escritor Mario Andrés Muñoz. Insisto, igual que la vida misma.
ResponderEliminarPensaba no decir nada porque parte del atractivo de este espacio es recibir comentarios y críticas y en ese sentido vale el punto de vista del señor Gómez. Sin embargo, lo que cuenta Jandi me dejó sin palabras. Es como dice ella "igual que la vida misma", la ficción se nutre de lo real y, a veces lo real parece un triste reflejo de lo inventado. Las escenas se entremezclan: la alegría y la pena se combinan como en un barroco carnaval. Un abrazo a Jandi.
ResponderEliminarGracias Mario Andrés.
ResponderEliminar