viernes, 23 de diciembre de 2011

CUENTOS DE NAVIDAD

Tratando de mantener viva una tradición que el año pasado rindió interesantes frutos, henos aquí con una  nueva entrega de los Cuentos de Navidad de la Cueva del Alcaraván. Ciertamente este no ha sido un año muy prolífico y ha habido grandes baches en nuestras publicaciones, sin embargo, estamos una vez más, reflejando a través de las creaciones del grupo, su particular y plural visión de esta época, con su contradicción, esperanza, desazón, farsa o ilusión.




La espera


Aristides Cajar Páez

Era diciembre y tenía que aparecerse. Los dos hermanos mantenían su convicción navideña y una fe a prueba de balas. No creían que fuera un mito ni la mera habladuría de la gente, un cuento para niños de quienes querían insistir en mantener una leyenda tonta. Incluso, decían, había imágenes  en donde se le veía sobrevolando la ciudad en la noche. Como muchas cosas, los gringos habían contribuido a acrecentar el mito, lo habían convertido en un verdadero e ineludible icono. Ah, los americanos y su sentido del espectáculo, el show y el negocio...  Pero ellos sí creían que era verdad y estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de comprobar la validez de su fe. Cualquier dolor, cualquier horror había sido poco. Este diciembre creían que por fin podrían verlo. La ilusión, que mantenían desde pequeños, los empujaba. Al menos la emoción de sus viejos era verdadera, sus lágrimas, los recuerdos de noches pobladas de estruendo y luces intensas. No hicieron caso de la prohibición. Se quedaron hasta tarde, esperando verlo, ocultos, sigilosos. Incluso cuando una señora dijo en voz alta: 'no va a aparecer', ellos no le creyeron. Era navidad. ¿Cómo podía no aparecer? Entonces el milagro se produjo frente a sus ojos ávidos. El anciano estaba allí, un poco lejos, pero real. Más delgado de lo que imaginaban. Se veía de mal humor y manoteaba, molesto y cansado. El milagro había sucedido. Ya sabían con exactitud cómo era el rostro de Noriega.






Odio la Navidad




Óscar Castaño Llorente


Odio la navidad. Nada me contagia de tanto rencor como las fiestas de fin de año. Me dan ganas de cometer suicidio, pero eso sería rendirle un homenaje definitivo a unos días fatuos y pasajeros, tan rebosantes de grasa y de mentiras.

Mi aversión inició siendo yo muy pequeño, por partida doble. En ese entonces vivíamos en ciudad de Panamá y mis padres se divorciaron apenas cumplí tres años de edad. Mi papá ganó la custodia, la patria potestad y todo cuanto un padre hace cuando quiere retener a sus hijos. Mi hermana y yo partimos con él para Bogotá. Nos fuimos a vivir a la casa de mi familia paterna.

Mi papá tan sólo tenía 25 años, y no era más que un flaco inseguro sin profesión alguna, que creía tener un talento especial para inventar historias. Hasta entonces había sido un mentiroso espectacular cuyas crónicas publicadas en La Estrella de Panamá, en la revista Cromos y el diario El Espectador, se basaban en los rumores alucinantes de las musas del alcohol. No había forma de detenerlo y mucho menos de comprobar la veracidad de lo que escribía en las columnas que de buena fé a él se le ofrecían.

Pocos los ingresos, grandes las limitaciones, la Navidad la pasábamos de largo. En noche nueva nos íbamos a dormir a las nueve. Durante los días siguientes tratábamos de quedarnos en casa porque de alguna manera nos dolía la felicidad de nuestros amigos de barrio, pifiosos con sus regalos, sus juguetes, sus Atari y sus bicicletas, y estrenosos con sus ropas nuevas de vestir. Así hasta que llegaban los Reyes Magos.

La segunda causa de mi odio hacía la navidad radica en la religión profesada por mi familia paterna. Mis dos abuelos y mis 15 tíos profesaban con rigurosa homogeneidad el credo de los Testigos de Jehová. Por supuesto que dicha uniformidad duró muy poco, y muchos de ellos terminaron por parecerse a los seguidores de alguna secta satánica, con sus manías psicóticas, con sus deliciosas perversidades sexuales, con su inconsciencia sin fin. Esa temporada en aquella casa de setecientos metros cuadrados duró diez años, década en la que no se celebraba nada. Ni siquiera la llegada de nuestro señor Jesucristo.

Pero todo placer se paga y todo sacrificio tiene su recompensa. Habíamos abandonado la casa de los abuelos, mi padre subía posiciones sociales a través del periodismo, parecíamos una especie de nuevos ricos a los que les fascinaba leer, y en diciembre de 1986 perdí yo mi virginidad en temas navideños. Nos había invitado a pasar la noche de pascuas una senadora del Tolima Grande que admiraba a mi papá por su inteligencia y sus soluciones novedosas a los problemas de la política. Fuimos a su casa tipo chalet de dos mil metros cuadrados, repleta de esculturas en bronce y obras pictóricas de los maestros Alejandro Obregón y Fernando Botero. La casa quedaba en la montaña de La Calera.

Llegamos a las nueve de la noche, y al entrar a la mansión mi atención se la robó un árbol de navidad de al menos dos metros y medio de alto. Después nos sentamos, más tarde se cantaron los villancicos y a las doce empezó esa repartidera de regalos que siempre detestaré porque para mí y para mi hermana no había nada. Al fin y al cabo éramos los invitados. Había llegado la hora de tomar venganza.

Entregaron los regalos, y la sobrina nieta de la senadora, una Blancanieves en ese entonces tres años mayor que yo, empezó a hablarme con ese deleite de las mujeres que ya se saben hermosas. Primero me retó con palabras de reproche por no cantar los villancicos. Luego me preguntó sobre el árbol: “¿Acaso no los conocías”. Y al final de aquella conversación de infierno me pidió que la acompañara a subir a la terraza de la casa dizque “a ver las estrellas”.

Delante de nosotros Bogotá se extendía como una sábana oscura cubierta por las luciérnagas. Era la madrugada, el frío increíble y mi inseguridad pasmosa. Ella se acercó y con sus manos elásticas que todo lo podían, y juro que jamás las olvidaré, me empezó a tocar en partes de mi cuerpo como si ya lo hubiera recorrido cien veces. Me besó con ternura y después me mordió la lengua. Yo me dejaba arrastrar como una muñeca de trapo. Abajo, en la casa, nos ignoraban las carcajadas, la música y el estallar de los corchos. Arriba, nosotros, que estábamos próximos a disfrutarnos, ella con su sapiencia de anciana y yo con mi deseo vindicante.

Terminamos y regresamos a la fiesta. A las cinco de la mañana mi papá, mi hermana y yo volvíamos a nuestra casa. Siete horas después añoraba el vértigo compartido con mi joven anciana. Era la hora del almuerzo.






1 comentario:

  1. ACP me tuviste engañada todo el tiempo. Qué buen relato... Me gustó mucho...

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