José González Pinilla
Allí se le ve sentado todos los días. Esperando a que alguien llegue de urgencia para poder solucionarle su problema con el tiempo. Se refugia bajo una vieja parada a la salida de la Cabima. Solo tiene una pequeña mesa y una silla de hierro. En ocasiones hace su trabajo en medio del bullicio de los que suben y bajan de un bus. Y en medio del estruendo de los camiones que pasan a diario por ese lugar. Sobre la mesa hay una tenaza, un alicate y varias partes de un reloj. Un letrero anuncia su oficio. El otro día tenía en su ojo derecho una vieja lupa de bolsillo. Examinaba con minuciosidad la parte interior de un reloj de mano para mujer. De pronto una pequeña pieza de esa máquina que mide el tiempo rodó por el suelo. Un señor que esperaba un bus lo ayudó a buscarla porque tuvo la rara impresión de saber donde había caído. La preocupación del Relojero, en ese momento, no era de que nunca la pudiera encontrar sino de que alguien de los que estaban en la vieja parada la estropeara al dar un paso. La búsqueda duró menos de cinco minutos. Finalmente la recuperó. Una vez, una mujer se le acercó con un bolso lleno de relojes y le pidió que le ajustara el tiempo. Nunca supo porque esa mujer morena, de brazos gruesos y cabello rojizo llevaba tantos relojes. Tal vez para revenderlo en la Central. Ese día tuvo bastante trabajo. Ahora lee un periódico del día, que le compró al canillita del frente, para matar el tiempo.
"La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada": Gabriel García Márquez.
sábado, 24 de abril de 2010
viernes, 16 de abril de 2010
El condominio
Mario Andrés Muñoz
Fuimos piadosos y generosos con la criatura desde el primer momento. Ejercimos nuestra bondad apenas el vecino de la 4Runner se lo encontró. Tal vez fue que a pesar de estar sucio y maloliente parecía que sonreía. Tenía una cicatriz en un extremo de la boca que daba esa impresión. Decidimos cederle el espacio de cemento donde poníamos los nuevos tinacos de basura. Era un cuadrante cómodo donde él escogió para dormir. Le cedimos ese espacio y dejamos que nuestros tinacos se estropearan a la intemperie. Fuimos así de solidarios porque un vecino, el del BMW negro, se dio cuenta que no rompía las bolsas de basura como los gatos. Sino que las abría con todo cuidado. El se sabía comportar. No emitía sonido alguno. Se perdía durante el día en sus vagabunderías por la ciudad y regresaba por las noches. Nuestros niños no tenían que ver las escoraciones de su piel, su melena revuelta y su expresión amarga. Era ya parte del vecindario. Nosotros por supuesto en Navidad le dábamos su cena como corresponde. El conserje del edificio nos contaba que disfrutaba mucho ese día especial. ¿Por qué será que siempre algo rompe la armonía?. La primera ropa usada, algún par de zapatos viejos o comida sobrante, todo terminaba donde él y él, a cambio, no nos molestaba gran cosa. Pero no. Siempre hay algo que rompe el orden de las cosas. Fue la señora de la 1-A, la de la Prado Rojo la que se dio cuenta que había crecido demasiado, al punto que con sus talones había roído la pared de cemento. Nos indignamos porque la pintura es cara , qué decir del cemento y de la mano de obra. Enseguida la Junta Directiva convocó a una Asamblea General, y por unanimidad se decidió sacar a la dañina criatura. Nos organizamos tan bien que fue un gusto. Reparamos el daño y pusimos una sólida cadena para que no vuelva jamás nadie a afectar nuestra pared. Somos generosos pero nos gusta la ley y el respeto a la propiedad privada. Es algo que cualquiera puede entender. Hoy nos acordamos de él por los molestos gatos que en estos días de lluvia merodean hambrientos nuestros relucientes tinacos. Estos animales riegan las basura, no como a ese muchacho al que durante años le dimos una generosa acogida.
Fuimos piadosos y generosos con la criatura desde el primer momento. Ejercimos nuestra bondad apenas el vecino de la 4Runner se lo encontró. Tal vez fue que a pesar de estar sucio y maloliente parecía que sonreía. Tenía una cicatriz en un extremo de la boca que daba esa impresión. Decidimos cederle el espacio de cemento donde poníamos los nuevos tinacos de basura. Era un cuadrante cómodo donde él escogió para dormir. Le cedimos ese espacio y dejamos que nuestros tinacos se estropearan a la intemperie. Fuimos así de solidarios porque un vecino, el del BMW negro, se dio cuenta que no rompía las bolsas de basura como los gatos. Sino que las abría con todo cuidado. El se sabía comportar. No emitía sonido alguno. Se perdía durante el día en sus vagabunderías por la ciudad y regresaba por las noches. Nuestros niños no tenían que ver las escoraciones de su piel, su melena revuelta y su expresión amarga. Era ya parte del vecindario. Nosotros por supuesto en Navidad le dábamos su cena como corresponde. El conserje del edificio nos contaba que disfrutaba mucho ese día especial. ¿Por qué será que siempre algo rompe la armonía?. La primera ropa usada, algún par de zapatos viejos o comida sobrante, todo terminaba donde él y él, a cambio, no nos molestaba gran cosa. Pero no. Siempre hay algo que rompe el orden de las cosas. Fue la señora de la 1-A, la de la Prado Rojo la que se dio cuenta que había crecido demasiado, al punto que con sus talones había roído la pared de cemento. Nos indignamos porque la pintura es cara , qué decir del cemento y de la mano de obra. Enseguida la Junta Directiva convocó a una Asamblea General, y por unanimidad se decidió sacar a la dañina criatura. Nos organizamos tan bien que fue un gusto. Reparamos el daño y pusimos una sólida cadena para que no vuelva jamás nadie a afectar nuestra pared. Somos generosos pero nos gusta la ley y el respeto a la propiedad privada. Es algo que cualquiera puede entender. Hoy nos acordamos de él por los molestos gatos que en estos días de lluvia merodean hambrientos nuestros relucientes tinacos. Estos animales riegan las basura, no como a ese muchacho al que durante años le dimos una generosa acogida.
miércoles, 14 de abril de 2010
El regreso del Presidente
Eliana Morales Gil
Nadie sabe con certeza como lo hizo, pero ganó. Ni él mismo se explica como logró ese triunfo arrollador que lo llevó una vez más al Palacio Amarillo. Estaba de último en las encuestas y ni los periodistas más adictos a la política lo entrevistaban, era un caso perdido. Pero, esa noche del pasado 4 de abril, ocurrió el milagro. El viejo ex presidente Ernesto Ferreira, aquejado por una cadena de males que le habían corroido el cuerpo en los últimos años, arrasó en las urnas. Después de 20 años de haber sido presidente de la República, Ferreira volvió al poder. Vaya paradoja: casi en el ocaso de su vida, su pueblo lo elegía mandatario. Pero fue un triunfo con sabor amargo: se le veía enfermo y vencido.
El día que tomó posesión hizo un esfuerzo por ponerse de pie. “Espero tener fuerzas para esta larga jornada”, le dijo a su joven y vigorosa esposa, quien a su vez contaba los minutos para saborear la gloria y el poder como en los viejos tiempos.
Y allí estuvo el anciano Presidente. Fue aclamado por el pueblo que le dio los votos, por los siete presidentes de países del área que llegaron a felicitarlo, y hasta su discurso estuvo a tono, aunque tenía un dejo de esperanza y nostalgia. Sonó a despedida.
Murió dos meses después de haber tomado posesión de su cargo, fue una victoria efímera y fugaz. Un país entero quedó huérfano y sin rumbo, y una viuda joven y pobre quedó a merced del destino.
El canto de un pájaro lo despertó. Le dolía la espalda, y como siempre la cabeza le daba vueltas: “hoy es el día”, se dijo. Segundos después entró su mujer contoneando sus curvas. “Ernesto, hoy es tu día, estoy segura de que la gente te volverá a elegir Presidente”, le dijo.
La miró serenamente y le lanzó la bomba: “soñé que moría después de dos meses de haber asumido el mandato...ya no quiero ser Presidente”.
Un sueño mató a otro sueño.
Nadie sabe con certeza como lo hizo, pero ganó. Ni él mismo se explica como logró ese triunfo arrollador que lo llevó una vez más al Palacio Amarillo. Estaba de último en las encuestas y ni los periodistas más adictos a la política lo entrevistaban, era un caso perdido. Pero, esa noche del pasado 4 de abril, ocurrió el milagro. El viejo ex presidente Ernesto Ferreira, aquejado por una cadena de males que le habían corroido el cuerpo en los últimos años, arrasó en las urnas. Después de 20 años de haber sido presidente de la República, Ferreira volvió al poder. Vaya paradoja: casi en el ocaso de su vida, su pueblo lo elegía mandatario. Pero fue un triunfo con sabor amargo: se le veía enfermo y vencido.
El día que tomó posesión hizo un esfuerzo por ponerse de pie. “Espero tener fuerzas para esta larga jornada”, le dijo a su joven y vigorosa esposa, quien a su vez contaba los minutos para saborear la gloria y el poder como en los viejos tiempos.
Y allí estuvo el anciano Presidente. Fue aclamado por el pueblo que le dio los votos, por los siete presidentes de países del área que llegaron a felicitarlo, y hasta su discurso estuvo a tono, aunque tenía un dejo de esperanza y nostalgia. Sonó a despedida.
Murió dos meses después de haber tomado posesión de su cargo, fue una victoria efímera y fugaz. Un país entero quedó huérfano y sin rumbo, y una viuda joven y pobre quedó a merced del destino.
El canto de un pájaro lo despertó. Le dolía la espalda, y como siempre la cabeza le daba vueltas: “hoy es el día”, se dijo. Segundos después entró su mujer contoneando sus curvas. “Ernesto, hoy es tu día, estoy segura de que la gente te volverá a elegir Presidente”, le dijo.
La miró serenamente y le lanzó la bomba: “soñé que moría después de dos meses de haber asumido el mandato...ya no quiero ser Presidente”.
Un sueño mató a otro sueño.
martes, 13 de abril de 2010
Desandar
Aristides Cajar Páez
No conozco su nombre. Sé que lo había visto antes. Muy sucio y descuidado, su negra piel estaba opaca y cenicienta. Era alto y pese a que se adivinaba que llevaba tiempo sin comer, sus huesos aún se notaban fuertes. Él decidió hacer ese día algo que todos deseamos alguna vez. Cumplir un sueño infantil, curarnos de dolores, borrar las memorias desagradables de la vida. Cuando éramos pequeños nos dijeron que no. Que era imposible. Que era una necedad. Ahora también se lo hemos dicho a nuestros hijos. Que no se puede. Que es absurdo. Que solo pasa en las cómicas y en las películas. Que es un rasgo de inmadurez, una pataleta inútil para no aceptar los hechos. La mañana era luminosa y el sol invadía todos los espacios, se apoderaba de todas las superficies. Allí estaba él. Pasé a su lado en el carro, despacio. La calle estaba congestionada. Los vehículos apenas se movían. Entonces vi el milagro. Lentamente, paso a paso, él descontaba los minutos, se iba hundiendo en el tiempo. Que los entendidos decidan si es locura o fábula. Yo sé lo que vi. Sobre el puente de Río Abajo, el negro enorme sonreía: caminando hacia atrás había logrado regresar al pasado.
No conozco su nombre. Sé que lo había visto antes. Muy sucio y descuidado, su negra piel estaba opaca y cenicienta. Era alto y pese a que se adivinaba que llevaba tiempo sin comer, sus huesos aún se notaban fuertes. Él decidió hacer ese día algo que todos deseamos alguna vez. Cumplir un sueño infantil, curarnos de dolores, borrar las memorias desagradables de la vida. Cuando éramos pequeños nos dijeron que no. Que era imposible. Que era una necedad. Ahora también se lo hemos dicho a nuestros hijos. Que no se puede. Que es absurdo. Que solo pasa en las cómicas y en las películas. Que es un rasgo de inmadurez, una pataleta inútil para no aceptar los hechos. La mañana era luminosa y el sol invadía todos los espacios, se apoderaba de todas las superficies. Allí estaba él. Pasé a su lado en el carro, despacio. La calle estaba congestionada. Los vehículos apenas se movían. Entonces vi el milagro. Lentamente, paso a paso, él descontaba los minutos, se iba hundiendo en el tiempo. Que los entendidos decidan si es locura o fábula. Yo sé lo que vi. Sobre el puente de Río Abajo, el negro enorme sonreía: caminando hacia atrás había logrado regresar al pasado.
domingo, 11 de abril de 2010
Demasiado niña, demasiado pobre
Ana Teresa Benjamín
Lo de la cantina fue el colmo. A Dolores ya le habían contado algo, pero como todavía guardaba un poquito de fe en su marido no lo creyó sino hasta que lo vio. Y era verdad. El mangajo llevaba días llevándose a Aura María a la cantina, y ahí se quedaba horas hasta que caía de borracho.
Cansada de tanta rabia se vino huyendo. Bajó del cerro La Popa y, siguiendo la ruta del caucho de los palenqueros, llegó hasta Escobal. Aura María tenía tres años y Dolores levantó una casita sobre pilotes. Vendió frituras por mucho tiempo y, cuando la hija tenía 15 un hombre tocó a la puerta: "Quiero casarme con su hija, ño Dolores".
Era alto, de cabello cano y bigote delgado. Se llamaba Humberto, tenía 35 y vivía en la ciudad de Colón. Dolores vio que tenía buen porte pero lo encontró muy viejo. Pero Aura María insistió y ganó.
El día que Humberto llevó a María a la casa grande de su madre, Mercedes la miró fijamente, la recorrió entera y le dijo a su hijo: "Es blanca, tiene buen apellido, pero qué pobre que es".
Aura María y Humberto no alcanzaron a vivir felices para siempre.
Lo de la cantina fue el colmo. A Dolores ya le habían contado algo, pero como todavía guardaba un poquito de fe en su marido no lo creyó sino hasta que lo vio. Y era verdad. El mangajo llevaba días llevándose a Aura María a la cantina, y ahí se quedaba horas hasta que caía de borracho.
Cansada de tanta rabia se vino huyendo. Bajó del cerro La Popa y, siguiendo la ruta del caucho de los palenqueros, llegó hasta Escobal. Aura María tenía tres años y Dolores levantó una casita sobre pilotes. Vendió frituras por mucho tiempo y, cuando la hija tenía 15 un hombre tocó a la puerta: "Quiero casarme con su hija, ño Dolores".
Era alto, de cabello cano y bigote delgado. Se llamaba Humberto, tenía 35 y vivía en la ciudad de Colón. Dolores vio que tenía buen porte pero lo encontró muy viejo. Pero Aura María insistió y ganó.
El día que Humberto llevó a María a la casa grande de su madre, Mercedes la miró fijamente, la recorrió entera y le dijo a su hijo: "Es blanca, tiene buen apellido, pero qué pobre que es".
Aura María y Humberto no alcanzaron a vivir felices para siempre.
sábado, 10 de abril de 2010
Recuerdos del viejo carnicero
José González Pinilla
Marcos Vega puso sobre el mostrador el último trozo de pierna de cerdo que le quedaba para culminar su faena diaria como carnicero. Era cerca de la una de la tarde. Se limpió las manos con su delantal y empezó a cortar en trozos la pierna del marrano con su hacha favorita. Ese era el último pedido que debía despachar a sus clientes, que visitan todos los días el nuevo Mercado Público Municipal, en Santa Ana, su lugar de trabajo.
Muchos años antes, cuando era niño, Marcos Vega vendía bolsitas de plásticos, incienso y ungüentos chinos en el viejo Mercado Público, que quedaba frente a la bahía, pero que fue demolido en 2006. Aún mantiene en su memoria algunos episodios que vivió en ese lugar, construido a inicios de la República.
En los puestos de ventas, dice, no se podía caminar con facilidad, la gente se tropezaba con cualquier cosa: con un perico enjaulado, con cabezas de plátanos que recién habían bajado de una barcaza que partió el día anterior de Daríen, con rollos de alambres, con botas de militares, con cualquier cosa. Los marinos, recuerda, llegaban en horas de la madrugada, al medio día, al caer la tarde, casi a toda hora. Las cantinas, las mismas que aún perduran con sus luces de neón, se mantenían repletas de pescadores y mercaderes. Incluso, las frecuentaban personas "estudiadas", comenta Vega con picardía. "Antes había menos prostitutas extranjeras que ahora", comenta, sin que se lo pregunte.
Los buhoneros se apostaban en las orillas de las estrechas calles vecinas del mercado. Otros alquilaban un puesto dentro del local. Contiguo al mercado, también operaban el Mercado de Gallinas y el de Mariscos.
"Había mucho movimiento", dice Marcos, mientras se quita el delantal. Hace 45 años tomó la decisión de abandonar la venta de incienso y bolsitas de plásticos para dedicarse a cortar carne.
En ese entonces, Marcos empezó a despertarse más temprano de lo que estaba acostumbrado, todo por tener un sueldo fijo. Salía de su casa -igual como lo hace ahora- a las tres de la madrugada. Ahora, dice con nostalgia, que aus clientes ya no son los mismos. Ni sus compañeros. Ni su puesto de trabajo. Ahora esta en un pequeño cubículo, y un poco lejos del mar.
Marcos Vega puso sobre el mostrador el último trozo de pierna de cerdo que le quedaba para culminar su faena diaria como carnicero. Era cerca de la una de la tarde. Se limpió las manos con su delantal y empezó a cortar en trozos la pierna del marrano con su hacha favorita. Ese era el último pedido que debía despachar a sus clientes, que visitan todos los días el nuevo Mercado Público Municipal, en Santa Ana, su lugar de trabajo.
Muchos años antes, cuando era niño, Marcos Vega vendía bolsitas de plásticos, incienso y ungüentos chinos en el viejo Mercado Público, que quedaba frente a la bahía, pero que fue demolido en 2006. Aún mantiene en su memoria algunos episodios que vivió en ese lugar, construido a inicios de la República.
En los puestos de ventas, dice, no se podía caminar con facilidad, la gente se tropezaba con cualquier cosa: con un perico enjaulado, con cabezas de plátanos que recién habían bajado de una barcaza que partió el día anterior de Daríen, con rollos de alambres, con botas de militares, con cualquier cosa. Los marinos, recuerda, llegaban en horas de la madrugada, al medio día, al caer la tarde, casi a toda hora. Las cantinas, las mismas que aún perduran con sus luces de neón, se mantenían repletas de pescadores y mercaderes. Incluso, las frecuentaban personas "estudiadas", comenta Vega con picardía. "Antes había menos prostitutas extranjeras que ahora", comenta, sin que se lo pregunte.
Los buhoneros se apostaban en las orillas de las estrechas calles vecinas del mercado. Otros alquilaban un puesto dentro del local. Contiguo al mercado, también operaban el Mercado de Gallinas y el de Mariscos.
"Había mucho movimiento", dice Marcos, mientras se quita el delantal. Hace 45 años tomó la decisión de abandonar la venta de incienso y bolsitas de plásticos para dedicarse a cortar carne.
En ese entonces, Marcos empezó a despertarse más temprano de lo que estaba acostumbrado, todo por tener un sueldo fijo. Salía de su casa -igual como lo hace ahora- a las tres de la madrugada. Ahora, dice con nostalgia, que aus clientes ya no son los mismos. Ni sus compañeros. Ni su puesto de trabajo. Ahora esta en un pequeño cubículo, y un poco lejos del mar.
miércoles, 7 de abril de 2010
Así nació la cueva
Eliana Morales
El alcaraván, un ave nocturna, solitaria, desconfiada y bulliciosa, es parte de la magia de las historias de Gabriel García Marquez. Inspirados en ese animal misterioso y mítico, se nos ocurrió que el grupo se llamaría La cueva del alcaraván. No fue fácil llamarlo así. Varios nombres de ese mismo estilo se sometieron a votación, y al final se escogió al alcaraván.
Todo empezó cuando un día de a mediados de 2007, a alguien se le ocurrió que deberíamos crear un club de lectura. El primer libro: uno fascinante y lleno de inagotables promesas para buscar la felicidad. El paraíso en la otra esquina, obra del peruano Mario Vargas Llosa, que cuenta paralelamente las vidas de dos personajes distantes en tiempo y espacio pero con una estela de acontecimientos comunes: Flora Tristán y su nieto Paul Gaugin.
Flota Tristán (Florita), aguerrida mujer que desafío su época para luchar por los derechos de la mujer. Paul Gaugin (Koke), pintor francés amante de la libertad, del anarquismo y creyente en el amor sin límites. Es fácil amarlo.
La primera reunión: la casa de Leo, en el piso de 16 de un edificio amarillo en el corazón de Perejil.Los protagonistas eramos nueve, todos con personalidades perfectamente descifrables. Fue una buena mezcla.
Leo Flores, el perfeccionista ; José González, el organizado; Juancho Batista, el soñador; Eliana Morales, idealista; Urania Molina, una ráfaga; José Arcia, anarquista y nostálgico; Ana Benjamín; la creación; Vianey Castrellón, inesperada.
El ejercicio era sencillo y a la vez profundo. Una vez leído el libro comentábamos su contenido. Se estudiaban los personajes, los párrafos más importantes y lo que si y lo que no gustó. Había vinos y quesos. Y cuando entraban las altas horas de la noche cada quien partía a su casa con el nombre de otra posible obra.
El turno después fue para otro de Vargas Llosa: Travesuras de una niña mala, después siguieron Cien años de Soledad de García Marquez, A sangre fría, de Truman Capote, El Perfume de Patrick Süskind. La Caverna de Saramago se quedó en las mesitas de noche de una buena parte de los miembros de la cueva, y otros simplemente se quedaron en la estantería de las librerías locales esperando que los compraran. Es mi caso por ejemplo. Mea culpa.
También leimos poesía en la casa de Vianey. Fue un coctel inesperado, pero divertido. Desde García Lorca, pasando por Juana Inés de la Cruz, hasta la amada Gloria Young de Juancho.
En la navidad de 2007 hicimos una cena navidad. El escenario: otra vez la casa de Vianey. La comida estaba fría pero deliciosa.
Hemos tenido invitados: Elizabeth Garrido, que a
hora es miembro de la Cueva, y nuestra querida “y desaparecida” amiga Yovanca Guardia.
El 2009 fue el año de la crisis de esta cueva. Había elecciones generales, otros acontecimientos trascendentales ocupaban las portadas del periódico, y como reporteros natos que somos nos dedicamos al oficio del periodismo, y hasta llegamos a pensar que la cueva había cerrado.
Pero 2010 empezó con un inesperado ímpetu que provocó el resurgimiento de la cueva y aquí estamos. Ahora no hemos vuelto a asignarnos libros sino que intentamos descubrir al autor que todos llevamos dentro. Al grupo se unió Mario Andrés quien ya nos mostró sus cuentos, y Vannie Arrocha, quien escribe poemas. Raulito y Urania ya no están.
Leo es quien impulsa a la cueva y de nosotros depende que no cierre, sino que se convierta en lo que debe ser: un refugio creativo para este grupo de periodistas con sed de letras e inquietud literaria.
El alcaraván, un ave nocturna, solitaria, desconfiada y bulliciosa, es parte de la magia de las historias de Gabriel García Marquez. Inspirados en ese animal misterioso y mítico, se nos ocurrió que el grupo se llamaría La cueva del alcaraván. No fue fácil llamarlo así. Varios nombres de ese mismo estilo se sometieron a votación, y al final se escogió al alcaraván.
Todo empezó cuando un día de a mediados de 2007, a alguien se le ocurrió que deberíamos crear un club de lectura. El primer libro: uno fascinante y lleno de inagotables promesas para buscar la felicidad. El paraíso en la otra esquina, obra del peruano Mario Vargas Llosa, que cuenta paralelamente las vidas de dos personajes distantes en tiempo y espacio pero con una estela de acontecimientos comunes: Flora Tristán y su nieto Paul Gaugin.
Flota Tristán (Florita), aguerrida mujer que desafío su época para luchar por los derechos de la mujer. Paul Gaugin (Koke), pintor francés amante de la libertad, del anarquismo y creyente en el amor sin límites. Es fácil amarlo.
La primera reunión: la casa de Leo, en el piso de 16 de un edificio amarillo en el corazón de Perejil.Los protagonistas eramos nueve, todos con personalidades perfectamente descifrables. Fue una buena mezcla.
Leo Flores, el perfeccionista ; José González, el organizado; Juancho Batista, el soñador; Eliana Morales, idealista; Urania Molina, una ráfaga; José Arcia, anarquista y nostálgico; Ana Benjamín; la creación; Vianey Castrellón, inesperada.
El ejercicio era sencillo y a la vez profundo. Una vez leído el libro comentábamos su contenido. Se estudiaban los personajes, los párrafos más importantes y lo que si y lo que no gustó. Había vinos y quesos. Y cuando entraban las altas horas de la noche cada quien partía a su casa con el nombre de otra posible obra.
El turno después fue para otro de Vargas Llosa: Travesuras de una niña mala, después siguieron Cien años de Soledad de García Marquez, A sangre fría, de Truman Capote, El Perfume de Patrick Süskind. La Caverna de Saramago se quedó en las mesitas de noche de una buena parte de los miembros de la cueva, y otros simplemente se quedaron en la estantería de las librerías locales esperando que los compraran. Es mi caso por ejemplo. Mea culpa.
También leimos poesía en la casa de Vianey. Fue un coctel inesperado, pero divertido. Desde García Lorca, pasando por Juana Inés de la Cruz, hasta la amada Gloria Young de Juancho.
En la navidad de 2007 hicimos una cena navidad. El escenario: otra vez la casa de Vianey. La comida estaba fría pero deliciosa.
Hemos tenido invitados: Elizabeth Garrido, que a
hora es miembro de la Cueva, y nuestra querida “y desaparecida” amiga Yovanca Guardia.
El 2009 fue el año de la crisis de esta cueva. Había elecciones generales, otros acontecimientos trascendentales ocupaban las portadas del periódico, y como reporteros natos que somos nos dedicamos al oficio del periodismo, y hasta llegamos a pensar que la cueva había cerrado.
Pero 2010 empezó con un inesperado ímpetu que provocó el resurgimiento de la cueva y aquí estamos. Ahora no hemos vuelto a asignarnos libros sino que intentamos descubrir al autor que todos llevamos dentro. Al grupo se unió Mario Andrés quien ya nos mostró sus cuentos, y Vannie Arrocha, quien escribe poemas. Raulito y Urania ya no están.
Leo es quien impulsa a la cueva y de nosotros depende que no cierre, sino que se convierta en lo que debe ser: un refugio creativo para este grupo de periodistas con sed de letras e inquietud literaria.
domingo, 4 de abril de 2010
Por el amor a la escritura
Vianey Milagros Castrellón
Dicen que en la vida todos debemos sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Confieso con todo orgullo ecológico que he sembrado una decena de árboles y no con menos orgullo, admito que trabajo fuertemente con mi pareja en lo segundo, pero en lo que respecta al tercer propósito de vida, apenas doy mis primeros pasos.
Desde hace tiempo había oído hablar del Diplomado Literario que cada año se dicta en la Universidad Tecnológica de Panamá, había coqueteado con la idea de estudiarlo algún día, pero nunca me lo había tomado en serio. El año pasado participé en un Taller de Novela con el escritor y ganador del Premio Ricardo Miró, Ariel Barría, quien además es uno de los profesores del diplomado. Para hacer el cuento corto, con el profesor Barría obtuve toda la información necesaria para inscribirme y al momento de escribir estas líneas, me encuentro en la mitad del curso.
El que diga que en Panamá no existe hambre de cultura, solo debe darse una vuelta por el diplomado. Los alumnos provienen de las profesiones más diversas, hay ingenieros, abogados, empresarios, médicos, quienes en teoría deberían restringir su amor a las matemáticas y a las ciencias, pero que son capaces de recitar un poema de Dimas Lidio Pitty con una pasión inequívoca.
Pero lo que más me ha sorprendido –de forma positiva– es la juventud de mis compañeros de clases. Hay niños de apenas 18 años que escriben una poesía que te llega y que se leen libros de 600 páginas que más de un adulto ni siquiera se molestaría en mirar. Muchos de ellos, que están actualmente en la universidad, claman porque el diplomado se transforme en una licenciatura o en una maestría. En su ingenua juventud, no entienden cómo para obtener un título universitario reconocido en el arte de la escritura hay que ir a otro país. Yo ya no soy tan joven como ellos, pero tampoco entiendo por qué y me uno a su clamor porque alguien con visión eleve diplomados como estos a una profesión tan reconocida como la biología o la economía.
Afortunadamente, a los alumnos del diplomado de este año, la falta de un título más formal no nos disminuye el entusiasmo. Desde ya puedo reconocer a los compañeros que seguramente dentro de un par de años publicarán sus libros. Son los mismos que estas últimas cinco semanas han compartido generosamente sus poemas dedicados a sus amados y sus cuentos que hablan de mundos mágicos de princesas. Son los mismos que han criticado objetivamente mis escritos que habían permanecido hasta ahora restringidos al disco duro de mi Mac, con la única intención de ayudarme a mejorarlos. Son mis compañeros de diplomado y los futuros escritores de este país.
Dicen que en la vida todos debemos sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Confieso con todo orgullo ecológico que he sembrado una decena de árboles y no con menos orgullo, admito que trabajo fuertemente con mi pareja en lo segundo, pero en lo que respecta al tercer propósito de vida, apenas doy mis primeros pasos.
Desde hace tiempo había oído hablar del Diplomado Literario que cada año se dicta en la Universidad Tecnológica de Panamá, había coqueteado con la idea de estudiarlo algún día, pero nunca me lo había tomado en serio. El año pasado participé en un Taller de Novela con el escritor y ganador del Premio Ricardo Miró, Ariel Barría, quien además es uno de los profesores del diplomado. Para hacer el cuento corto, con el profesor Barría obtuve toda la información necesaria para inscribirme y al momento de escribir estas líneas, me encuentro en la mitad del curso.
El que diga que en Panamá no existe hambre de cultura, solo debe darse una vuelta por el diplomado. Los alumnos provienen de las profesiones más diversas, hay ingenieros, abogados, empresarios, médicos, quienes en teoría deberían restringir su amor a las matemáticas y a las ciencias, pero que son capaces de recitar un poema de Dimas Lidio Pitty con una pasión inequívoca.
Pero lo que más me ha sorprendido –de forma positiva– es la juventud de mis compañeros de clases. Hay niños de apenas 18 años que escriben una poesía que te llega y que se leen libros de 600 páginas que más de un adulto ni siquiera se molestaría en mirar. Muchos de ellos, que están actualmente en la universidad, claman porque el diplomado se transforme en una licenciatura o en una maestría. En su ingenua juventud, no entienden cómo para obtener un título universitario reconocido en el arte de la escritura hay que ir a otro país. Yo ya no soy tan joven como ellos, pero tampoco entiendo por qué y me uno a su clamor porque alguien con visión eleve diplomados como estos a una profesión tan reconocida como la biología o la economía.
Afortunadamente, a los alumnos del diplomado de este año, la falta de un título más formal no nos disminuye el entusiasmo. Desde ya puedo reconocer a los compañeros que seguramente dentro de un par de años publicarán sus libros. Son los mismos que estas últimas cinco semanas han compartido generosamente sus poemas dedicados a sus amados y sus cuentos que hablan de mundos mágicos de princesas. Son los mismos que han criticado objetivamente mis escritos que habían permanecido hasta ahora restringidos al disco duro de mi Mac, con la única intención de ayudarme a mejorarlos. Son mis compañeros de diplomado y los futuros escritores de este país.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)