sábado, 1 de mayo de 2010

Locuras cotidianas

Elizabeth Garrido A.

El “diablo rojo”, como de costumbre, iba a reventar. Casi no alcancé a sujetarme del barandal que va colgado del techo del bus porque mi mano era demasiado ancha para ocupar el pequeño espacio que quedaba disponible.

La mochila, llena de pesados, pero necesarios libros, golpeaba a ese pasajero que sentado me miraba con ojos de rabia. ¿Qué podía hacer? Aunque la situación era angustiante, en ese momento no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera llegar a tiempo a la clase del profesor de filosofía, en la Facultad de Humanidades.
Él es el típico profesor que cree sabérselas todas y, por tanto, poseer la verdad absoluta. Además, aprovecha para ridiculizar al “infame” que se atreva a llegar
tarde a su clase.

Ya me veía, cual conejillo de indias, el hazmerreír de la clase de las 10:50 a.m. Aún le daba vueltas al asunto en mi cabeza y hasta escuchaba las carcajadas de los compañeros cuando, en cuestión de segundos, ese tipo alto y fornido se puso a mi lado, me miró y rasgó con fuerzas una de las mangas de mi camisa. No me reponía del espanto cuando, con un frenazo, llegamos a la parada de la Universidad de Panamá. El tumulto de gente me empujó a bajar con rapidez y apenas logré pagarle al chofer.

Al fin estaba de pie en la parada de la U, atónito por lo ocurrido y con una mano sujetando mi manga rasgada del hombro, como si nadie se hubiera percatado de que llevaba la camisa rota. Respiré hondo y justo en ese momento llegó otra vez raudo y veloz aquél hombre loco para terminar de hacer su obra: frente a todos los presentes rasgó entonces la manga del otro brazo. Ahora sí, mi camisa ya estaba pareja. ¿Qué podía hacer? Él se reía y yo miraba mis mangas. Fue entonces cuando lo entendí: las mangas rasgadas estaban de sobra y ya no me hacían falta. Eran las 10:45 a.m. y entonces me dije: “Vamos, Eduardo, que la clase aún no ha empezado”.

Cuatro horas antes, en el Mercado de Abastos, Martín casi se muere del susto cuando el hombre que se paseaba por las escaleras se fijó en él y le gritó a todo pulmón: “Ese pan es mío, ¡dámelo!”. Su padre y él ya habían colocado toda la fruta en el puesto de venta y Martín estaba muerto de hambre. Pero el hombre gritaba con más fuerza, exigiendo aquel pedazo de pan que el joven tenía en la mano. Todos los miraban. “¿Qué podía hacer? ¿Acaso querían que me pusiera a gritar con ese pobre loco? Pues no, así que le regalé el pan y seguí mi camino. Además, el arquitecto me esperaba en la oficina a las 7:00 a.m. porque necesitaba los planos y yo ya comería más tarde”, contó luego en su casa.

Y ese mismo viernes, pero después del mediodía, Margarita y Francisco corrían por plena Avenida Central. Junto a ellos iba la muchedumbre que huía de los gases lacrimógenos que lanzaban los policías. Los universitarios y los institutores habían salido a la calle y, por ende, todo transeúnte que se encontrara a la redonda de la “zona de combate” pagaría las consecuencias.

Francisco corría rápido, pero Margarita se cansó pronto. Por eso se detuvo en la entrada de un almacén a tomar aire, mientras su acompañante la animaba a continuar.

Fue así como emprendieron nuevamente la carrera, solo que ahora Margarita sentía que un peso extraño le impedía correr más rápido. Mientras avanzaba hizo un recorrido con su mirada de todo lo que le rodeaba hasta que, ¡lotería!, encontró aquello que estaba haciendo las veces de ancla. En las cartulinas que llevaba en la mano se habían colgado, cual escaparate, unos ganchos con las prendas de vestir que estaban en el almacén.

“¡Detente, Francisco!”, gritó Margarita mientras frenaba el paso. “Mira, tengo que devolver esta ropa que se vino conmigo enganchada”, explicó. “¿Estás loca? No podemos correr contracorriente”, respondió Francisco, que escuchaba cada vez más cerca los carros del Control de Multitudes. “Pues, contigo o sin ti la devolveré”, replicó ella. Y ropa en mano corrió contracorriente, recibiendo empujones y esquivando a la gente.

Hasta que al fin llegó al almacén que en ese momento estaba por cerrar la última puerta. Los empleados ya habían guardado toda la ropa y, sorprendidos, vieron llegar a Margarita que les dijo: “Solo les faltaban estas piezas”. “¡Gracias!”, respondieron ellos, mientras la universitaria retomó la carrera junto a Francisco.

Pues sí, ese mismo día, pero ya de noche, los cuatro amigos recordaron las locuras que habían vivido durante la jornada. Solo que ahora se rieron y las contaron con más calma.

4 comentarios:

  1. Primero pensé que era algo que te había sucedido, Eli, ya que siempre tienes cuentos inverosímiles...jajaja (aunque pensándolo bien, puede ser). Pero esta narracción me llevó en los tiempos de universitarios y los viajes en diablos rojos, donde ocurría de todo.

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  2. Un vistazo narrativo que toma una radiografía al vertiginoso y rápido caos callejero, cotidiano y tropical. Hay un énfasis en la oralidad, en la voz de la gente que en las claves literarias. Buen estreno!

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  3. Hace falta que esta autora tan parca en literatura se haga presente con más certeros relatos cotidianos.

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