José González Pinilla
Recorría la habitación de un lado al otro. Colocaba sus manos sobre su cabeza y luego sobre su rostro. Lo hacía repetidamente. Murmuraba. Lloraba en silencio. En ocasiones se dejaba caer sobre la cama y pensaba cómo lo haría, qué sentiría. Pero no se atrevía. Era una decisión que había tomado la noche anterior. En ese momento se dijo a sí mismo que la única solución era esa. Que era la ventana trasera para escapar del fantasma que lo atormentaba. No tenía, sin embargo, la valentía para hacerlo. Entonces se miró al espejo. Tenía una barba abundante y el cabello revuelto. Las ojeras le habían modificado el brillo de su mirada. No había dormido bien desde hacía varios días. Una vez más recorrió el cuarto. De pronto la vio allí, sobre la cabecera. Sintió que lo había esperado desde siempre a que se decidiera de una vez por todas. Que diera el paso definitivo. Volvió a sentarse sobre el colchón. Murmuró otra vez. Las manos le empezaron a temblar, sudaba. El corazón le saltaba en el pecho. Tragó grueso, miró hacia arriba y entonces apretó el gatillo de la Beretta 92.
"La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada": Gabriel García Márquez.
jueves, 29 de julio de 2010
miércoles, 21 de julio de 2010
Mensaje urgente
Mario Andrés Muñoz
No tengo mucho tiempo para contarles. Pero nos han descubierto. Uno de nosotros, del grupo, traicionó el acuerdo y contó con lujo de detalles todo lo que hablamos y lo que pasa en nuestras reuniones. Los mensajes fueron reenviados y todo su contenido leído. Sé que no somos una sociedad cerrada, pero todos coincidimos en que nada debemos contar más allá de la empresa. Lo que vivimos es entre nosotros, sin que ningún establecimiento o institución lo sepa. Todo está siendo guardado en nuestros íntimos recuerdos. Conservar el secreto como algo sagrado es nuestro medio y razón de ser. Recuerdo que hubo una entidad que estuvo tras nuestra pista, no sé si todos lo sabían, pero entonces supimos actuar como un solo organismo, confidentes. Si hubiéramos seguido ese camino, nos hubiéramos convertido en un movimiento grande, tal como nos lo propusimos al principio. Ahora, solo queda lamentarnos, todo está hecho trizas como si una cámara diabólica hubiera registrado todos nuestros momentos íntimos. Hubo una junta donde se discutió el tema, se formó una comisión o un comité. Ya se enterarán. Se van a tomar medidas. Muchos de ustedes pensaron que no era ilegal lo que hacíamos. Qué equivocados. Todo lo que se hace en la red se paga, y lo hace el conjunto de los miembros. Así funciona el sistema y solo uno lo sabía. Él intentó advertirles, pero su voz no fue escuchada a tiempo. Todo cuerpo nace, se desarrolla y muere, pero también así son las amistades y las compañías. Fue bueno formar parte de la comunidad, de este excepcional grupo. Formamos una alianza estrecha, una hermandad. Nunca fuimos una secta, aunque alguno de nosotros pecó alguna vez de dogmático. Ahora que la congregación peligra no vale la pena hacer definiciones. Siempre hay alguien que rompe la unión y voy a decirles quién pagó muy mal la confianza que le dimos. Eso fue mucho antes de recibir los extraños correos. No todo el mundo sabe sobre esos mensajes tan imprudentes. Se trataba de una chica del grupo y de su posible rapto. Ahora con lo que ha pasado no parece una posibilidad tan absurda. Sería abordada y forzada a subir un vehìculo en la escalera de los estacionamientos aprovechando la poca vigilancia. Las amenazas están allí, punzantes y cada vez más próximas. Por eso es que hay que actuar rápido. Toda coalición está hecha de pactos y debemos ir en contra de esa avanzada antes de que cumplan su plan. ¿Será conveniente negar la liga o hacer que jamás existió? Lo sensato es escapar como una simple pandilla asustada. Si fuéramos una orden religiosa debiéramos hacer un cónclave o concilio. Pero no hay tiempo ni siquiera para hacer un mítin. Sin más, les contaré cómo sucedió todo: la Jefa rechazó al Judas que tenemos y le prohibió volver a aparecerse en las reuniones. Así como lo oyen. La revuelta en la milicia o en la tropa se da muchas veces por quiebres del corazón. Ella, tan dulce y paciente, no pudo más. Y él, al no soportar el resentimiento, buscó la manera de infligir el mayor daño posible. Claro que fue un arranque temporal, como cuuando un sentimiento no lo podemos dominar y nos arrastra a hacer cosas de las que después nos arrepentimos. Una mujer celosa es capaz de rasgar con sus uñas el rostro que más ama. Por el desamor se acaba cualquier cruzada y todo queda convertido en una hueste caótica. Aquél hombre cegado y quebrado, aquel traidor que espera que algún día lo perdonen, no es otro más que yo.
No tengo mucho tiempo para contarles. Pero nos han descubierto. Uno de nosotros, del grupo, traicionó el acuerdo y contó con lujo de detalles todo lo que hablamos y lo que pasa en nuestras reuniones. Los mensajes fueron reenviados y todo su contenido leído. Sé que no somos una sociedad cerrada, pero todos coincidimos en que nada debemos contar más allá de la empresa. Lo que vivimos es entre nosotros, sin que ningún establecimiento o institución lo sepa. Todo está siendo guardado en nuestros íntimos recuerdos. Conservar el secreto como algo sagrado es nuestro medio y razón de ser. Recuerdo que hubo una entidad que estuvo tras nuestra pista, no sé si todos lo sabían, pero entonces supimos actuar como un solo organismo, confidentes. Si hubiéramos seguido ese camino, nos hubiéramos convertido en un movimiento grande, tal como nos lo propusimos al principio. Ahora, solo queda lamentarnos, todo está hecho trizas como si una cámara diabólica hubiera registrado todos nuestros momentos íntimos. Hubo una junta donde se discutió el tema, se formó una comisión o un comité. Ya se enterarán. Se van a tomar medidas. Muchos de ustedes pensaron que no era ilegal lo que hacíamos. Qué equivocados. Todo lo que se hace en la red se paga, y lo hace el conjunto de los miembros. Así funciona el sistema y solo uno lo sabía. Él intentó advertirles, pero su voz no fue escuchada a tiempo. Todo cuerpo nace, se desarrolla y muere, pero también así son las amistades y las compañías. Fue bueno formar parte de la comunidad, de este excepcional grupo. Formamos una alianza estrecha, una hermandad. Nunca fuimos una secta, aunque alguno de nosotros pecó alguna vez de dogmático. Ahora que la congregación peligra no vale la pena hacer definiciones. Siempre hay alguien que rompe la unión y voy a decirles quién pagó muy mal la confianza que le dimos. Eso fue mucho antes de recibir los extraños correos. No todo el mundo sabe sobre esos mensajes tan imprudentes. Se trataba de una chica del grupo y de su posible rapto. Ahora con lo que ha pasado no parece una posibilidad tan absurda. Sería abordada y forzada a subir un vehìculo en la escalera de los estacionamientos aprovechando la poca vigilancia. Las amenazas están allí, punzantes y cada vez más próximas. Por eso es que hay que actuar rápido. Toda coalición está hecha de pactos y debemos ir en contra de esa avanzada antes de que cumplan su plan. ¿Será conveniente negar la liga o hacer que jamás existió? Lo sensato es escapar como una simple pandilla asustada. Si fuéramos una orden religiosa debiéramos hacer un cónclave o concilio. Pero no hay tiempo ni siquiera para hacer un mítin. Sin más, les contaré cómo sucedió todo: la Jefa rechazó al Judas que tenemos y le prohibió volver a aparecerse en las reuniones. Así como lo oyen. La revuelta en la milicia o en la tropa se da muchas veces por quiebres del corazón. Ella, tan dulce y paciente, no pudo más. Y él, al no soportar el resentimiento, buscó la manera de infligir el mayor daño posible. Claro que fue un arranque temporal, como cuuando un sentimiento no lo podemos dominar y nos arrastra a hacer cosas de las que después nos arrepentimos. Una mujer celosa es capaz de rasgar con sus uñas el rostro que más ama. Por el desamor se acaba cualquier cruzada y todo queda convertido en una hueste caótica. Aquél hombre cegado y quebrado, aquel traidor que espera que algún día lo perdonen, no es otro más que yo.
Sobresalto
José González Pinilla
Pisé fuerte el freno. Pero no respondió, no daba señales de vida. Una y otra vez lo intenté, pero nada. Mi pie se fue hasta el fondo en vano, sin poder frenar. Estaba a pocos metros de la intersección, a escasos segundos de estrellarme, de hacer ¡boom! Me vi dando vueltas, con el timón pegado a mi cuerpo, con la cabeza en el techo. Escuché el metal retorciéndose, el parabrisas explotar en miles de pedacitos. Ese día, la avenida estaba vacía, casi solitaria. Es una vía peligrosa, sí. Es la calle de la muerte. Es empinada, amplia, de concreto. Una montaña rusa. Para los desprevenidos podría significar un abismo, claro, con fondo, una vez sientan el ‘tanganazo’. No se sabe con certeza cuántos han caído allí. Ni cuántos han salido en brazos, ni cuántos pueden contar su experiencia. En ambos lados hay casas bonitas, lujosas. Arbustos y palmeras decoran las orillas. Es un área residencial que poco a poco ha sido invadida por algunos comercios. De pronto desperté de ese trance, de esa especie de sueño (o pesadilla) que duró segundos. Me vi nuevamente sobre la avenida, bajando a toda velocidad, a pocos metros de la bocacalle. Tiré entonces fuerte del freno de mano. Fue una reacción casi por instinto, pero debía hacerlo. Con la mano izquierda controlé el timón. Luego hubo humo. Y después silencio. Un fuerte olor a llanta quemada invadió el lugar. Un señor saltó a ver qué ocurrió. Una doña miraba desde el portal. El corazón me brincaba en la garganta. Las manos me sudaban. El motor quedó en pausa, en silencio. Miré hacia afuera y la calle seguía vacía. Respiré hondo, volví a encenderlo, y pisé fuerte el acelerador. Atrás dejé la calle de la muerte, para jamás volver.
Pisé fuerte el freno. Pero no respondió, no daba señales de vida. Una y otra vez lo intenté, pero nada. Mi pie se fue hasta el fondo en vano, sin poder frenar. Estaba a pocos metros de la intersección, a escasos segundos de estrellarme, de hacer ¡boom! Me vi dando vueltas, con el timón pegado a mi cuerpo, con la cabeza en el techo. Escuché el metal retorciéndose, el parabrisas explotar en miles de pedacitos. Ese día, la avenida estaba vacía, casi solitaria. Es una vía peligrosa, sí. Es la calle de la muerte. Es empinada, amplia, de concreto. Una montaña rusa. Para los desprevenidos podría significar un abismo, claro, con fondo, una vez sientan el ‘tanganazo’. No se sabe con certeza cuántos han caído allí. Ni cuántos han salido en brazos, ni cuántos pueden contar su experiencia. En ambos lados hay casas bonitas, lujosas. Arbustos y palmeras decoran las orillas. Es un área residencial que poco a poco ha sido invadida por algunos comercios. De pronto desperté de ese trance, de esa especie de sueño (o pesadilla) que duró segundos. Me vi nuevamente sobre la avenida, bajando a toda velocidad, a pocos metros de la bocacalle. Tiré entonces fuerte del freno de mano. Fue una reacción casi por instinto, pero debía hacerlo. Con la mano izquierda controlé el timón. Luego hubo humo. Y después silencio. Un fuerte olor a llanta quemada invadió el lugar. Un señor saltó a ver qué ocurrió. Una doña miraba desde el portal. El corazón me brincaba en la garganta. Las manos me sudaban. El motor quedó en pausa, en silencio. Miré hacia afuera y la calle seguía vacía. Respiré hondo, volví a encenderlo, y pisé fuerte el acelerador. Atrás dejé la calle de la muerte, para jamás volver.
jueves, 15 de julio de 2010
Changuinola
Aristides Cajar Páez
Dejé el pueblo con un presentimiento malo.
Una hora atrás, antes de abordar el bus en Almirante, alguien se me acercó entre la multitud y me dijo: "no vuelvas por aquí". No le vi el rostro y desapareció al instante. Recordé los ojos de miedo que había visto en las islas. El paisaje fabuloso de los corales bajo un mar transparente. Las olas, los manglares, las casas asentadas sobre pilotes. Los niños desnudos y felices. "¿Por qué preguntas por los narcos?" me dijo en voz baja el dueño de un billar. Ángel, un amigo, me contó: "están por aquí". Él no tenía miedo, quizá porque por su condición de extranjero se sentía inmune a las asechanzas de los facinerosos locales. Su novia, en cambio me pidió que no los mencionara."Por favor, no escribas sobre nosotros", me rogó ella. Bastó que les mencionara al Hombre Poderoso para desatar todas esas reacciones. Nunca lo vi, pero sé que un millón de ojos suyos me observaban. Changuinola es un pueblo alargado sobre la vía de un tren que ya no existe. Instalaciones avejentadas de un tiempo lejano, letreros en inglés, comercios y viviendas destartalados. Almacenes precarios pero repletos de mercancía. Gente que compra. El olor del banano en el aire. A lo largo de la carretera los sitios no tienen nombres sino números: Finca 8; Finca 11, Finca 14. Esta no es una provincia. Es una plantación gigante. Hasta hace poco el agua potable, la luz eléctrica, los servicios básicos, no los prestaba el Estado sino "La Compañía", la frutera norteamericana que se había apoderado, palmo a palmo de esta tierra verde. Hacia las montañas se apretaban los ngäbe y los nasos. Algunos trabajaban en las plantaciones, paseaban por Changuinola confundidos con los negros y los pakistaníes y los ticos. En sus miradas estaba el cansancio. El dolor. No la resignación, más sí la paciencia. Eran pobres porque los habían despojado de todo, hasta de su nombre. Un arcano que entonces me pareció indescifrable habitaba esa mirada milenaria. En la maleta solo cargaba ropa sucia. El cansancio había vencido a la vergüenza. Esperaba la revisión minuciosa antes de abordar. No hubo tal. Tan solo me sellaron el boleto y subí al avión de Aeroperlas que más parecía un bus con alas. Pude haber llevado hasta 20 kilos de cocaína. O de explosivos semtex. O de yerba. O dos mini uzi con magazines de repuesto de 20 balas cada uno. Subí al avión cargando la ropa sucia como quien carga un muerto. El cielo estaba limpio. La tierra se alejó de nosotros demasiado rápido. Desde la altura, inmerso entre nubes de tormenta, recordaba la mirada de los ngäbes. De los nasos. Su escandaloso silencio. Recordé al Hombre Poderoso. Lo olvidé.
Han pasado 12 años desde entonces. He visto hoy en la televisión cómo la gente bajaba de las montañas de Bocas del Toro. Por miles. Había una huelga contra la aplicación de una ley que descabezaba a los sindicatos. La gente, casi toda dependiente del trabajo de las plantaciones, estaba furiosa. El gobierno decidió recuperar el orden de la provincia a sangre y fuego. El Hombre Poderoso era uno de los que mandaba. Lo reconocí. Estaba más viejo, pero la maldad no había cedido en él. Nunca supo lo que los policías vieron: los espíritus de la montaña, del caminante sobre el viento, de la culebra-jaguar que salían a través de los ojos de la gente, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos y niños por igual. Fue el capitán García, lleno de pánico, el que dio la orden: "¡dispárenles a los ojos!".
Dejé el pueblo con un presentimiento malo.
Una hora atrás, antes de abordar el bus en Almirante, alguien se me acercó entre la multitud y me dijo: "no vuelvas por aquí". No le vi el rostro y desapareció al instante. Recordé los ojos de miedo que había visto en las islas. El paisaje fabuloso de los corales bajo un mar transparente. Las olas, los manglares, las casas asentadas sobre pilotes. Los niños desnudos y felices. "¿Por qué preguntas por los narcos?" me dijo en voz baja el dueño de un billar. Ángel, un amigo, me contó: "están por aquí". Él no tenía miedo, quizá porque por su condición de extranjero se sentía inmune a las asechanzas de los facinerosos locales. Su novia, en cambio me pidió que no los mencionara."Por favor, no escribas sobre nosotros", me rogó ella. Bastó que les mencionara al Hombre Poderoso para desatar todas esas reacciones. Nunca lo vi, pero sé que un millón de ojos suyos me observaban. Changuinola es un pueblo alargado sobre la vía de un tren que ya no existe. Instalaciones avejentadas de un tiempo lejano, letreros en inglés, comercios y viviendas destartalados. Almacenes precarios pero repletos de mercancía. Gente que compra. El olor del banano en el aire. A lo largo de la carretera los sitios no tienen nombres sino números: Finca 8; Finca 11, Finca 14. Esta no es una provincia. Es una plantación gigante. Hasta hace poco el agua potable, la luz eléctrica, los servicios básicos, no los prestaba el Estado sino "La Compañía", la frutera norteamericana que se había apoderado, palmo a palmo de esta tierra verde. Hacia las montañas se apretaban los ngäbe y los nasos. Algunos trabajaban en las plantaciones, paseaban por Changuinola confundidos con los negros y los pakistaníes y los ticos. En sus miradas estaba el cansancio. El dolor. No la resignación, más sí la paciencia. Eran pobres porque los habían despojado de todo, hasta de su nombre. Un arcano que entonces me pareció indescifrable habitaba esa mirada milenaria. En la maleta solo cargaba ropa sucia. El cansancio había vencido a la vergüenza. Esperaba la revisión minuciosa antes de abordar. No hubo tal. Tan solo me sellaron el boleto y subí al avión de Aeroperlas que más parecía un bus con alas. Pude haber llevado hasta 20 kilos de cocaína. O de explosivos semtex. O de yerba. O dos mini uzi con magazines de repuesto de 20 balas cada uno. Subí al avión cargando la ropa sucia como quien carga un muerto. El cielo estaba limpio. La tierra se alejó de nosotros demasiado rápido. Desde la altura, inmerso entre nubes de tormenta, recordaba la mirada de los ngäbes. De los nasos. Su escandaloso silencio. Recordé al Hombre Poderoso. Lo olvidé.
Han pasado 12 años desde entonces. He visto hoy en la televisión cómo la gente bajaba de las montañas de Bocas del Toro. Por miles. Había una huelga contra la aplicación de una ley que descabezaba a los sindicatos. La gente, casi toda dependiente del trabajo de las plantaciones, estaba furiosa. El gobierno decidió recuperar el orden de la provincia a sangre y fuego. El Hombre Poderoso era uno de los que mandaba. Lo reconocí. Estaba más viejo, pero la maldad no había cedido en él. Nunca supo lo que los policías vieron: los espíritus de la montaña, del caminante sobre el viento, de la culebra-jaguar que salían a través de los ojos de la gente, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos y niños por igual. Fue el capitán García, lleno de pánico, el que dio la orden: "¡dispárenles a los ojos!".
miércoles, 14 de julio de 2010
El mundial que ví
Eliana Morales Gil
emorales@lacuevadelalcaravan.com
El colmo fue ver el mar de gente vestida de rojo en cada esquina de la ciudad. Yo que ese domingo no pude salir de mi casa porque la lluvia no me lo permitió, entonces me tocó verlo por televisión. Como en todos los otros días del mundial, los noticieros locales pasaban cada 5 minutos un despacho "en directo" de la fiesta futbolística en Bennigans, en la Taberna 21 y en Grill 50, por mencionar algunos. Una televisora incluso transmitió imágenes de un tal estadio Balboa, donde la gente se creía más española que la sangría y El Quijote, pero nunca se supo dónde era.
No lo entiendo. De la noche a la mañana a la selección de España le salieron más seguidores, y éstos aumentaron cuando derrotó a Holanda. La fiesta en las calles era similar a cuando Saladino llegó a Panamá bañado en oro, luego de haber participado en los Juegos Olímpicos de Beijing.
Entiendo mucho menos que el día en que Uruguay jugó con Alemania por el tercer lugar, la gente se uniera en masa para apoyar al equipo europeo. Se les olvidó que Uruguay es un país que aunque está bien al sur del continente, lo tenemos mucho más cerca que Alemania, que hablamos el mismo idioma y que tenemos más cosas en común con los uruguayos que con los alemanes. Leo fue uno de esos: era fanático de Alemania de los que ponía bandera y todo en su BlackBerry.
En esto se reflejó, una vez más, esa vieja costumbre humana de acomodarnos siempre del lado del grande y poderoso. Es como en la política. Apenas un nuevo gobernante toma las riendas de un país, la mayoría renuncia a su antiguo partido para sumarse al del ganador.
LOS BLACKBERRY
Este mundial que acabó lo recordaré además por ser el mundial de los BlackBerry. Quisiera saber quién se inventaba esos chistes que le sacaban la tabla al equipo perdedor y que se distribuían a solo segundos de que se terminara el partido. Supongo que tras eso había un grupo de personas que preparaba los cuentitos antes de que el partido comenzara y luego los reenviaban cuando el juego terminara.
Lo cierto es que eran globales, porque recibí chistes futboleros hasta desde Colombia. El que más me impactó fue el último que hicieron sobre el pulpo adivino, el tal Paul. El chiste fue tropicalizado y al final resultó otro insulto más para nuestro flamante alcalde Bosco Vallarino. Toda esta "pulpomanía" terminó por opacar a la mascota del mundial que, entre otras cosas, ¿cómo se llamaba?. Los periódicos olvidaron escribir sobre ella y a los comentaristas de televisión nunca les escuché mencionarla.
Pero lo más ridículo del asunto es que aquí en Panamá inventaron que un oso hormiguero también era adivino y un periódico fue al Summit para hacerle fotos y una crónica completa al pequeño animal. El hormiguero, ansioso de fama y fortuna, también predijo que España ganaría. Le dije a mi familia que me llevara donde el hormiguero a ver si me decía qué saldría en la lotería del domingo, pero no tuve suerte con el ánfora de la fortuna.
LOS RESTAURANTES
Los restaurantes también vivieron sus días de gloria. Tratar de comer en un restaurante popular en un día de partido era como pretender que Martinelli o Papadimitriu te respondan el celular (Ojo, en campaña sí las devolvían ligerito). A mí como me daba igual quien jugara -ni Colombia ni Panamá estaban en Sudáfrica-, un día le dije a Juancho: vamos a almorzar a Portogalo. Pa colmo fuimos a la 1:00 p.m. y no sabíamos que a la 1:30 p.m. jugaban España y Portugal. Apenas entramos, saludamos al mesero que usualmente nos atiende y este nos miró por encima del hombro y, con voz de hombre importante nos preguntó: ¿Reservaron?. Por supuesto, no lo habíamos hecho. Entonces él nos dijo que no había mesa. Yo de pendeja le insistí: ¿Seguro? ¿No tendrás algo libre?. "Sí, afuera". Juancho y yo muy juiciosos, y casi regañados, nos sentamos afuera en una mesa que si llovía le caía todo el agua. Y preciso: llovió.
Esperamos 10 minutos a que llegaran a tomarnos el pedido. Después otros 10 más, otros 10 más, cinco minutos más y nunca llegó. Con el rabo entre las piernas (y el hocico partio) nos fuimos a comer al restaurante de al lado. Y ese día algo aprendimos: nunca pretendas ir a un restaurante cuando éste pasa por su minuto de dicha.
Ayer pasé por Portogalo y afuera estaba ese mesero. Me sonrió y coquetamenete me dijo con la mirada "venga a comer aquí". Pero yo con pasos ligeros y dándomelas de mujer importante, lo ignoré en el acto. La venganza es dulce.
Otra cosa que me pareció absurda fue que un grupo de mujeres trasnochadas y con aires de divas se inventaran un programa de televisión dizque para hablar del mundial. Se buscaron uniformes de los principales equipos de fútbol, se tomaron fotos embadurnadas de maquillaje y se lanzaron al ruedo. Fue más absurdo aún que Mi Diario, y los demás tabloides, les siguieran el juego publicándoles posters de cuerpo completo, en donde salían con poses de reina de barrio y creyéndose las más lindas del patio. Era para morirse de la risa. Cual sorpresa me llevé cuando un día abrí Mi Diario y me encuentro con un gran afiche de una comentarista de radio, que de bonita no tiene ni la voz, y que ya raya en los 40 años, y que siempre se ha creido linda y chic. "Qué tipa más fea", creo que fue lo que dijo José González, esa mañana cuando veíamos el periódico. Y de las otras mejor ni hablo.
Pero bueno, aunque de fútbol sé lo que podría saber José Muñoz de leyes, me dio un poco de nostalgia que se acabara el mundial. Con Elizabeth me propuse ahorrar para ir a Brasil en 2014. Aunque no veamos mucho fútbol, si hay mucho que ver en Ipanema y Copacabana, se los aseguro.
emorales@lacuevadelalcaravan.com
El colmo fue ver el mar de gente vestida de rojo en cada esquina de la ciudad. Yo que ese domingo no pude salir de mi casa porque la lluvia no me lo permitió, entonces me tocó verlo por televisión. Como en todos los otros días del mundial, los noticieros locales pasaban cada 5 minutos un despacho "en directo" de la fiesta futbolística en Bennigans, en la Taberna 21 y en Grill 50, por mencionar algunos. Una televisora incluso transmitió imágenes de un tal estadio Balboa, donde la gente se creía más española que la sangría y El Quijote, pero nunca se supo dónde era.
No lo entiendo. De la noche a la mañana a la selección de España le salieron más seguidores, y éstos aumentaron cuando derrotó a Holanda. La fiesta en las calles era similar a cuando Saladino llegó a Panamá bañado en oro, luego de haber participado en los Juegos Olímpicos de Beijing.
Entiendo mucho menos que el día en que Uruguay jugó con Alemania por el tercer lugar, la gente se uniera en masa para apoyar al equipo europeo. Se les olvidó que Uruguay es un país que aunque está bien al sur del continente, lo tenemos mucho más cerca que Alemania, que hablamos el mismo idioma y que tenemos más cosas en común con los uruguayos que con los alemanes. Leo fue uno de esos: era fanático de Alemania de los que ponía bandera y todo en su BlackBerry.
En esto se reflejó, una vez más, esa vieja costumbre humana de acomodarnos siempre del lado del grande y poderoso. Es como en la política. Apenas un nuevo gobernante toma las riendas de un país, la mayoría renuncia a su antiguo partido para sumarse al del ganador.
LOS BLACKBERRY
Este mundial que acabó lo recordaré además por ser el mundial de los BlackBerry. Quisiera saber quién se inventaba esos chistes que le sacaban la tabla al equipo perdedor y que se distribuían a solo segundos de que se terminara el partido. Supongo que tras eso había un grupo de personas que preparaba los cuentitos antes de que el partido comenzara y luego los reenviaban cuando el juego terminara.
Lo cierto es que eran globales, porque recibí chistes futboleros hasta desde Colombia. El que más me impactó fue el último que hicieron sobre el pulpo adivino, el tal Paul. El chiste fue tropicalizado y al final resultó otro insulto más para nuestro flamante alcalde Bosco Vallarino. Toda esta "pulpomanía" terminó por opacar a la mascota del mundial que, entre otras cosas, ¿cómo se llamaba?. Los periódicos olvidaron escribir sobre ella y a los comentaristas de televisión nunca les escuché mencionarla.
Pero lo más ridículo del asunto es que aquí en Panamá inventaron que un oso hormiguero también era adivino y un periódico fue al Summit para hacerle fotos y una crónica completa al pequeño animal. El hormiguero, ansioso de fama y fortuna, también predijo que España ganaría. Le dije a mi familia que me llevara donde el hormiguero a ver si me decía qué saldría en la lotería del domingo, pero no tuve suerte con el ánfora de la fortuna.
LOS RESTAURANTES
Los restaurantes también vivieron sus días de gloria. Tratar de comer en un restaurante popular en un día de partido era como pretender que Martinelli o Papadimitriu te respondan el celular (Ojo, en campaña sí las devolvían ligerito). A mí como me daba igual quien jugara -ni Colombia ni Panamá estaban en Sudáfrica-, un día le dije a Juancho: vamos a almorzar a Portogalo. Pa colmo fuimos a la 1:00 p.m. y no sabíamos que a la 1:30 p.m. jugaban España y Portugal. Apenas entramos, saludamos al mesero que usualmente nos atiende y este nos miró por encima del hombro y, con voz de hombre importante nos preguntó: ¿Reservaron?. Por supuesto, no lo habíamos hecho. Entonces él nos dijo que no había mesa. Yo de pendeja le insistí: ¿Seguro? ¿No tendrás algo libre?. "Sí, afuera". Juancho y yo muy juiciosos, y casi regañados, nos sentamos afuera en una mesa que si llovía le caía todo el agua. Y preciso: llovió.
Esperamos 10 minutos a que llegaran a tomarnos el pedido. Después otros 10 más, otros 10 más, cinco minutos más y nunca llegó. Con el rabo entre las piernas (y el hocico partio) nos fuimos a comer al restaurante de al lado. Y ese día algo aprendimos: nunca pretendas ir a un restaurante cuando éste pasa por su minuto de dicha.
Ayer pasé por Portogalo y afuera estaba ese mesero. Me sonrió y coquetamenete me dijo con la mirada "venga a comer aquí". Pero yo con pasos ligeros y dándomelas de mujer importante, lo ignoré en el acto. La venganza es dulce.
Otra cosa que me pareció absurda fue que un grupo de mujeres trasnochadas y con aires de divas se inventaran un programa de televisión dizque para hablar del mundial. Se buscaron uniformes de los principales equipos de fútbol, se tomaron fotos embadurnadas de maquillaje y se lanzaron al ruedo. Fue más absurdo aún que Mi Diario, y los demás tabloides, les siguieran el juego publicándoles posters de cuerpo completo, en donde salían con poses de reina de barrio y creyéndose las más lindas del patio. Era para morirse de la risa. Cual sorpresa me llevé cuando un día abrí Mi Diario y me encuentro con un gran afiche de una comentarista de radio, que de bonita no tiene ni la voz, y que ya raya en los 40 años, y que siempre se ha creido linda y chic. "Qué tipa más fea", creo que fue lo que dijo José González, esa mañana cuando veíamos el periódico. Y de las otras mejor ni hablo.
Pero bueno, aunque de fútbol sé lo que podría saber José Muñoz de leyes, me dio un poco de nostalgia que se acabara el mundial. Con Elizabeth me propuse ahorrar para ir a Brasil en 2014. Aunque no veamos mucho fútbol, si hay mucho que ver en Ipanema y Copacabana, se los aseguro.
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