José González Pinilla
Allí se le ve sentado todos los días. Esperando a que alguien llegue de urgencia para poder solucionarle su problema con el tiempo. Se refugia bajo una vieja parada a la salida de la Cabima. Solo tiene una pequeña mesa y una silla de hierro. En ocasiones hace su trabajo en medio del bullicio de los que suben y bajan de un bus. Y en medio del estruendo de los camiones que pasan a diario por ese lugar. Sobre la mesa hay una tenaza, un alicate y varias partes de un reloj. Un letrero anuncia su oficio. El otro día tenía en su ojo derecho una vieja lupa de bolsillo. Examinaba con minuciosidad la parte interior de un reloj de mano para mujer. De pronto una pequeña pieza de esa máquina que mide el tiempo rodó por el suelo. Un señor que esperaba un bus lo ayudó a buscarla porque tuvo la rara impresión de saber donde había caído. La preocupación del Relojero, en ese momento, no era de que nunca la pudiera encontrar sino de que alguien de los que estaban en la vieja parada la estropeara al dar un paso. La búsqueda duró menos de cinco minutos. Finalmente la recuperó. Una vez, una mujer se le acercó con un bolso lleno de relojes y le pidió que le ajustara el tiempo. Nunca supo porque esa mujer morena, de brazos gruesos y cabello rojizo llevaba tantos relojes. Tal vez para revenderlo en la Central. Ese día tuvo bastante trabajo. Ahora lee un periódico del día, que le compró al canillita del frente, para matar el tiempo.
Tremendo cronista urbano tenemos en casa. ¿Un caicedo panameño?
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ResponderEliminarClima urbano, ritmo incesante, personaje inolvidable. La mezcla perfecta para una historia que retrata aquella realidad de los oficios que se las han arreglado para sobrevivir a pesar de la maquinaria productora de artículos desechables.
ResponderEliminarMuy bueno.
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