jueves, 15 de julio de 2010

Changuinola

Aristides Cajar Páez

Dejé el pueblo con un presentimiento malo.
Una hora atrás, antes de abordar el bus en Almirante, alguien se me acercó entre la multitud y me dijo: "no vuelvas por aquí". No le vi el rostro y desapareció al instante. Recordé los ojos de miedo que había visto en las islas. El paisaje fabuloso de los corales bajo un mar transparente. Las olas, los manglares, las casas asentadas sobre pilotes. Los niños desnudos y felices. "¿Por qué preguntas por los narcos?" me dijo en voz baja el dueño de un billar. Ángel, un amigo, me contó: "están por aquí". Él no tenía miedo, quizá porque por su condición de extranjero se sentía inmune a las asechanzas de los facinerosos locales. Su novia, en cambio me pidió que no los mencionara."Por favor, no escribas sobre nosotros", me rogó ella. Bastó que les mencionara al Hombre Poderoso para desatar todas esas reacciones. Nunca lo vi, pero sé que un millón de ojos suyos me observaban. Changuinola es un pueblo alargado sobre la vía de un tren que ya no existe. Instalaciones avejentadas de un tiempo lejano, letreros en inglés, comercios y viviendas destartalados. Almacenes precarios pero repletos de mercancía. Gente que compra. El olor del banano en el aire. A lo largo de la carretera los sitios no tienen nombres sino números: Finca 8; Finca 11, Finca 14. Esta no es una provincia. Es una plantación gigante. Hasta hace poco el agua potable, la luz eléctrica, los servicios básicos, no los prestaba el Estado sino "La Compañía", la frutera norteamericana que se había apoderado, palmo a palmo de esta tierra verde. Hacia las montañas se apretaban los ngäbe y los nasos. Algunos trabajaban en las plantaciones, paseaban por Changuinola confundidos con los negros y los pakistaníes y los ticos. En sus miradas estaba el cansancio. El dolor. No la resignación, más sí la paciencia. Eran pobres porque los habían despojado de todo, hasta de su nombre. Un arcano que entonces me pareció indescifrable habitaba esa mirada milenaria. En la maleta solo cargaba ropa sucia. El cansancio había vencido a la vergüenza. Esperaba la revisión minuciosa antes de abordar. No hubo tal. Tan solo me sellaron el boleto y subí al avión de Aeroperlas que más parecía un bus con alas. Pude haber llevado hasta 20 kilos de cocaína. O de explosivos semtex. O de yerba. O dos mini uzi con magazines de repuesto de 20 balas cada uno. Subí al avión cargando la ropa sucia como quien carga un muerto. El cielo estaba limpio. La tierra se alejó de nosotros demasiado rápido. Desde la altura, inmerso entre nubes de tormenta, recordaba la mirada de los ngäbes. De los nasos. Su escandaloso silencio. Recordé al Hombre Poderoso. Lo olvidé.
Han pasado 12 años desde entonces. He visto hoy en la televisión cómo la gente bajaba de las montañas de Bocas del Toro. Por miles. Había una huelga contra la aplicación de una ley que descabezaba a los sindicatos. La gente, casi toda dependiente del trabajo de las plantaciones, estaba furiosa. El gobierno decidió recuperar el orden de la provincia a sangre y fuego. El Hombre Poderoso era uno de los que mandaba. Lo reconocí. Estaba más viejo, pero la maldad no había cedido en él. Nunca supo lo que los policías vieron: los espíritus de la montaña, del caminante sobre el viento, de la culebra-jaguar que salían a través de los ojos de la gente, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos y niños por igual. Fue el capitán García, lleno de pánico, el que dio la orden: "¡dispárenles a los ojos!".

2 comentarios:

  1. Una mirada humana del olvidado pueblo de Bocas, o más bien de la Heroica Provincia de Bocas del Toro; bien contada, bien narrada. Por supusto, bajo a pluma de nuestro buen amigo Aristides. Bien escribio una vez "esta Bocas es mía"...

    ResponderEliminar
  2. Qué bueno encontrar una historia sobre Bocas en nuestro sitio web, y además escrita con tanta humanidad y fuerza.

    ResponderEliminar