lunes, 27 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad (2)





Continuando con la serie de los Cuentos de Navidad, presentamos otras colaboraciones que no alcanzaron a entrar en la primera parte. Sus comentarios son valiosos. Gracias por participar.



¿Eres tú, Niño Dios?




 Elizabeth Garrido A.


Han pasado varias décadas desde que ocurrió aquél inolvidable descubrimiento. Lili tenía seis años y unas ganas terribles por ver los juguetes que le traería el Niño Dios en Navidad.

Jorge, su hermano mayor, ya le había advertido a quemarropa: “Lili, el Niño Dios no nos trae los juguetes, ¡lo hace mamá!”… La noticia dejó boquiabierta a la niña, que había pedido un juego de té en una cartita que escribió –o intentó escribir con raros trazos- en ese mes de diciembre.

Lili esperaba la Navidad con tanta ilusión que no daba crédito a lo que le había dicho su hermano. Por eso, cuando se fue a la cama después de la cena de Nochebuena tomó la decisión de no dormir hasta que el Niño Dios llegara con los juguetes para ella y sus tres hermanos.

Jorge, Junior y Mario ya estaban dormidos en sus camas, mientras que la pequeña Lili −oculta debajo de la sábana− luchaba contra el sueño. Sus ojos se le cerraban y los minutos, pasada la medianoche, se hacían eternos.

La niña esperó y esperó despierta… hasta que, repentinamente, vio una silueta negra entrar al cuarto. Del susto se le abrieron los ojos y un frío le recorrió el cuerpo. “¿Será el Niño Dios?”, se preguntó.

Aquello parecía flotar en el aire –no se le veían los pies porque llevaba como una sábana encima– y lentamente se fue acercando a cada uno de sus hermanos.

¡Plofff!, ¡plofff!... fue lo único que escuchó Lili cada vez que la silueta oscura con sus suaves movimientos llegaba a cada cama.

A Lili el corazón le latió más rápido cuando la silueta llegó a la suya. Cerró los ojos y, nuevamente, escuchó un fuerte ¡plofff!. Algo cayó cerca de la almohada, pero por nada del mundo –ni siquiera su interés por conocer aquello– abrió los ojos.

La negra silueta desapareció por “arte de magia” y fue entonces cuando Lili se sentó en la cama y encontró su juguete. Después de tanta emoción, la niña no pudo más con el sueño y se quedó dormida.

En la mañana de Navidad, Lili se levantó y arregló muy rápido. Quería jugar con sus juguetes, pero –sobre todo– tenía que hacerle una pregunta “muy importante” a su madre.

“Mamá, ¿te quedaste despierta anoche y entraste al cuarto? ¿Tú nos pusiste los juguetes?”, cuestionó Lili con insistencia, quien aún dudaba que su madre fuera la persona que les ponía los regalos en la cama.

Ante el asalto de la pequeña, aquella mujer de mediana estatura y algo sorprendida por las preguntas solo atinó a decir: “¿De qué hablas niña?, ¿por qué haces esas preguntas?”.

Pero Lili insistió: “Fuiste tú quien puso los juguetes?”. La situación incomodó a la madre, quien le pidió a la niña que no hablara más del tema y que mejor se fuera a jugar. Incluso, le hizo una advertencia: “Si el próximo año usted no se duerme, el Niño Dios no le traerá juguetes”.

Lili estaba indignada. Al parecer, Jorge tenía razón. “El Niño Dios –a quien había dirigido tantas cartas desde que tuvo uso de razón– no era quien traía los regalos”, pensó.

Horas más tarde, la madre de Lili llegó más serena y le dijo que tenía que contarle algo muy importante que debía saber y recordar para toda la vida.

A Lili se le iluminaron los ojos y se sentó a escuchar atenta las palabras de su mamá.

Así fue cuando aquella mujer le reveló la vieja tradición familiar a la inquieta niña: “Cada año –explicó– tu padre y yo trabajamos mucho y procuramos que tus hermanos y tú tengan lo mejor. Pero también ahorramos para que cuando llegue la Navidad puedan recibir regalos. Quien nos permite trabajar y tener salud para lograrlo es el Niño Jesús, cuyo nacimiento celebramos cada 25 de diciembre”.

“Por eso –aseguró la madre– verdaderamente es el Niño Dios quien te hace los regalos… nosotros solo somos sus mensajeros que nos ponemos contentos con su fiesta”. Ese es el espíritu de la Navidad.

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Lili, quien grabó en su corazón aquellas palabras y las hizo suyas veinte y veinticinco años después, cuando las repitió a sus hijas. Y también mantuvo la tradición familiar que ahora disfruta con su nieto.


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La espera

Sai


Tenía ocho años. En mi inocencia sabía que debía esperar. Que si lo abría antes no iba a ser igual. Veía el reloj con desesperación. Apenas marcaba las 7:00 p.m.

Mi madre estaba terminando la cena. Mi padre conversaba con el vecino y mi hermanito, de tres años, daba vueltas por ahí.

Yo estaba sentada en el sillón de la sala. Olía el pavo horneado, escuchaba la conversación y veía al pequeño de la casa riendo y divirtiéndose, jugando con su carro favorito.

A un lado, el arbolito de Navidad y debajo de él, mis regalos.

Los minutos pasaban lentamente, creía que nunca iba a llegar la hora.

Mi desesperación era única, nunca había experimentado eso.

Por mi mente solo estaba la necesidad de abrir los regalos, saber lo que me habían comprado.

Mi vestido blanco ya estaba sudado, pasaba mis manos sobre él una y otra vez.

En un instante escuché el llamado a cenar.

Ya faltaba poco, eran las 9:00 p.m. Después de comer, entre risas y recuerdos, la familia y yo nos fuimos para la sala. Pero el sueño me venció y ahí caí rendida.

En un instante un sonido de campanas entró a mis oídos y abrí los ojos. Aún estaba en el sillón. Me fui precipitadamente a abrir mis regalos. Papeles por un lado, lazos por el otro. Pero los paquetes estaban vacíos, no había nada. Se habían olvidado de mí.

De repente me desperté otra vez: estaba en mi recámara. Salí a la sala y vi el calendario. Aún era 23 de diciembre. Todo había sido un sueño. Fui hasta el árbol, agité los regalos. Esta vez no estaban vacíos.



jueves, 16 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad (1)





El final de un año y las fiestas que tienen lugar en esta temporada se vuelven propicias para recapitular, para reflexionar sobre la vida, sobre el mundo y la época que nos toca vivir. Una historia, bien sea totalmente ficticia o basada en el testimonio de algo real --una evocación, un recuerdo-- refleja sin duda una interpretación personal de este tiempo. En La Cueva del Alcaraván hemos querido lanzarnos el reto de intentar contar esta época del año o usarla de pretexto y de marco para intentar historias que nos ayuden a dar respuestas o a plantear nuevas inquietudes sobre la existencia en nuestro aquí y ahora. He aquí la primera parte de esta serie.




El primer regalo

Eliana Morales

Se llamaba Heidi. Era rubia, de ojos azules y un poco gordita.

Qué cabello tenía. Sedoso y con unas suaves ondas que le caían en cascada. Y lo más importante: olía a nuevo. Así como huelen los juguetes en Navidad.

Fue el primer regalo de Niño Dios que mi mente recuerda. En el ombligo tenía un botón que decía off-on, y cuando se presionaba el on, la muñeca cantaba y caminaba. Funcionaba con dos pilas medianas que estaban incrustadas en su espalda. No me acuerdo cómo fue que me quedé dormida esa noche de Navidad. Solo pensaba en que amaneciera pronto para ver mis regalos. Y cuando desperté, ocurrió el milagro: en un cosado de mi cama estaba la maravillosa caja de colores con letras rojas que decían "Heidi". Levanté la vista y me encontré con los ojos brillantes de mi mamá. " Yo ví cuando el niño Dios te la estaba poniendo", me dijo. Probablemente fue el día más feliz de mi vida.



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Díptico infeliz



Aristides Cajar Páez


1. El intruso


Es ridículo.

La noche estaba quieta. Oí ruidos en la sala y me asomé. Cargaba el arma. Todos dormían. “Este vecindario ya no es seguro”, pensé. Entonces lo ví: era una sombra gruesa. Llevaba una bolsa grande y me pareció que echaba allí todo lo que encontraba. Tenía que detenerlo.

“¡Alto!”, grité mientras le apuntaba. Lanzó una risotada y siguió con lo suyo. “¡Detente o disparo!”, lo amenacé. Rió de nuevo. “Te vas a joder, pendejo”. Disparé. Cayó. Ahora, con las luces encendidas, caen sobre mí las miradas de odio, sobre todo las de mis hijos. En el suelo yace un hombrecito  rechoncho, vestido de rojo y con una abundante barba blanca. De su bolsa asoman pepermines gigantes y graciosas cajitas con lazos de colores.



2. Silencio


Soñaba. Las campanas de Belén sonaban con furor mientras unos peces bebían y cantaban a la orilla de un río. El primer bombazo lo despertó. El segundo lo hizo saltar de la cama. El tercero fue apenas un temblor: se había quedado sordo. No oyó cuando los vecinos gritaban: “¡llegó la invasión!”

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El final


Ana Teresa Benjamín


Tengo miedo de que un día vaya y ya no esté. Porque hace cuatro días, cuando fui a visitarla para Navidad, me dijo algo perturbador: "La próxima vez que vengas, y si todavía estoy por aquí, tráeme una manzana". Se me hizo entonces un nudo en el corazón, le toqué los cabellos blancos y le dije: "Sí, Mimi".

Mimi tiene más de ochenta y no es feliz. Lo pienso ahora; lo sueño en las noches. No sé si dice lo que dice porque piensa en morirse o porque todavía guarda esperanzas de escapar de allí.

Vieja, presa de sus huesos, un día -me contó- la cargaron tres personas y la llevaron a esa celda de gemidos y recuerdos. Desde entonces se le caen los cabellos y el pellejo.

Hace dos días volví a soñar con ella y sonreía: “Hola, mamita. Gracias por venir”. Cuando desperté, presa de un frío intenso, fue terror lo que sentí: Era yo la vieja en mi prisión de huesos y mis hijos, con mis nietos, me decían adiós.

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La vecina


Mario Andrés Muñóz


Estar a salvo en la sala, junto al comedor mientras la abuela hornea el pavo. La época escolar está lejos y uno puede levantarse tarde. Qué dulce tiempo que promete sorpresas a las 12 de la noche. Con siete años uno está feliz con esa comodidad hogareña. No sé por qué acepté cuando un vecino de mi edad me invitó a escapar. Salí con muchas ganas a la noche, a la aventura. Fui dispuesto a explotar bombitas, a encender estrellitas o ver fuegos artificiales. Tantas cosas se me pasaron por la mente pero nada triste ni desagradable. Menos en una casa obscura, a la que entramos, repleta de adultos silenciosos. Se había suspendido la Navidad en ese espacio, no había música ni ruido de botellas. Mi amigo me señaló el cajón alargado y dentro vi una imagen que jamás me ha abandonado. Los foquitos de colores intermitentes iluminaban unos mechones canosos y el rostro esquelético y arrugado: era mi anciana vecina o, más bien, su cara fría, ya sin vida.

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Invasión

José González Pinilla




Una luz roja se coló por la ventana del cuarto. No había música ni gente por la vereda. Los foquitos de las casas vecinas ya estaban apagados. Los perros, que cada noche le ladraban a algún caminante, estaban tranquilos. La luz roja, que cada vez era más intensa, duró apenas unos minutos. Fue entonces cuando mi papá saltó de la cama, como si estuviera esperando esa señal. Era una bengala. Mi mamá, preocupada, le rogaba a mi papá que no saliera a la calle. Mi padre había sacado de una caja que estaba arriba del estante una pistola de cañón largo, algo que nunca habíamos visto tan cerca ni mis hermanos ni yo. Entonces comprendí la angustia de mamá.
 La idea, contó papá muchos años después, era sumarse al grupo que formaría una barricada para impedir que los miembros de las Fuerzas de Defensa  se escondieran en las casas de uno de los tantos barrios de San Miguelito, huyendo del enemigo gringo. Aún a oscuras, escuché algunos truenos que estremecían la tierra. Alguien, no recuerdo quien, me dijo lo que eran en realidad: bombas cayendo sobre el cuartel de Tinajitas. Vivíamos en Cerro Batea, cerca de los límites con Santa Librada, no muy lejos del área bombardeada. De lejos y a veces sobre los techos de zinc se escuchan pasar los helicópteros. El sueño me venció esa noche. Tenía solo ocho años. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1989, desde una loma, vi cómo decenas de persona entraban a la fuerza a la tienda del chino y a otros comercios del lugar. Era solo una parte del saqueo nacional: la navidad adelantada para muchos.



domingo, 21 de noviembre de 2010

La selva

(Ficción)


Aristides Cajar Páez




Puede decirse que fue el destino.

Él había dejado el trabajo y la universidad y se dedicaba a beber. Su promisoria carrera de Derecho, el puesto de supervisor en una importante firma de consultores, el prestigio social: todo lo había tirado por la borda y era apenas un recuerdo que ahogaba en los bares. Alguien le habló del viaje y él no vio motivo para decir que no. "Podrías ganar buen dinero", le dijeron. Su mujer lo había abandonado luego de que no cesara de acosarla con sospechas infundadas, fruto de una obsesión que alimentaba cada día su propia decadencia. Al final ella no pudo más. Él pasó un tiempo de pesadilla pero luego, rodando por los callejones con sus compinches de vicio, se olvidó de todo. No tenía pues familia ni nadie que lo extrañara. Le dieron un boleto de autobús, unas señas y un papel con unos nombres. El viaje duró doce horas a lo largo de una carretera que acaso lo transportaba hacia otro mundo. El paisaje de poblados pintorescos, de campiñas y de vacas se iba transformando poco a poco en una sucesión casi irreal de aldeas cada vez más distanciadas, diminutas y remotas, rodeadas por una espesura oscura y amenazante. Ya de noche, luego de serpentear por un camino de tierra, el autobús se detuvo en seco a la orilla de un río en el confín de la Tierra. "Aquí se acaba el viaje" dijo el chofer con desgano y lo dejó a su suerte. En la semioscuridad trató de orientarse. Desde las ventanas de las viviendas emplazadas sobre pilotes e iluminadas con velas, todos los ojos lo miraban casi con pánico. Llegó a la casa indicada, habló con la dueña y esta le enseñó su habitación. A la mañana siguiente salió temprano para el aserrío y conversó con el capataz. "Sí, me avisaron que venías", le dijo el hombre de mirada vidriosa y barba descuidada, sin ocultar una sonrisa siniestra que él no entendió. Pronto se dio cuenta que el negocio movía más que madera a través de la selva, pero no dijo nada. "Mejor así", pensó. Los días se transformaron en semanas y luego en meses. La gente del lugar lo evitaba y le hablaba poco. Parecían mirarlo con una mezcla de lástima y miedo. No ganaba mal pero casi todo el dinero se le iba en cerveza y cigarrillos. Dormía mucho. Se empezó a sentir lento, el calor de la selva lo agobiaba. No se adaptó bien y empezó a enfermarse con frecuencia. Cada vez que se internaba en el bosque tenía la sensación de que en algún momento no iba a poder salir más. "Solo unas semanas y me devuelvo", se prometía, pero siempre encontraba motivos para aplazar el retorno. Una tristeza honda lo ganaba por momentos y el cansancio lo doblaba. Miraba los altos árboles mientras trasegaba los bultos misteriosos que le encargaban llevar hasta el aserrío. Los troncos eran secos y amenazantes, con horribles deformaciones que lo hacían sobrecogerse. Ya no quería estar allí. Arrastraba los pies, estaba pálido y las articulaciones cada vez le dolían más. En menos de un año se había convertido en un anciano. Una mañana se internó por la trocha de siempre pero ya no supo cómo regresar. Un pie se le enterró en el fango y cuando quiso sacarlo quedó sembrado hasta las rodillas. Entonces los brazos le dolieron hasta la médula pero el grito que quiso proferir se le ahogó en un soplido silente y en una espesa baba. La rigidez lo ganó entero mientras que una costra de aspecto vegetal terminó por cubrirlo. Unas cosas verdes parecían empezar a colgar de sus manos, el pensamiento se le nubló y ya no supo más de sí.

La brisa de la tarde sorprendió al nuevo árbol adornando el camino hacia el río.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Con la boina roja

Sai

Fui radical. Eso fui. Roja, romántica, revolucionaria... así era yo.
Amaba la guerra, las armas, los discursos, los mítines, las protestas.
Pero, sobre todas las cosas, me gustaban las reuniones, aquellas conversaciones privadas donde se decía de todo. Esos temas no públicos, las líneas de la dirección del partido, asuntos de los que solo la dirigencia y los mandos medios podían enterarse.
Yo era una de esas. Una militante de confianza. Un cuadro político. Eramos los compañeros más cercanos al líder mayor, el comandante. Frecuentaba su casa, que a la vez era el centro político donde nos formábamos. Discutía, compartía y aprendía de lo que él me enseñaba. Yo era la Secretaria de Relaciones Internacionales.
También solía reunirme con mis amigos de lucha, con mis compañeros y camaradas a escuchar trova, a tomarnos unos tragos, conversar de política, fumar unos cigarros y amar.
Sí, ahí también se ama. El amor está presente, a flor de piel. Pero no es un amor o un sentimiento como el de la burguesía, sino más auténtico. Un amor de lucha continua. Iguales en pensamiento, líneas políticas, cultura y creencias.
Ahí me enamoré de él.
Él era fornido, alto, galán y sobre todo rojo. Tenía solo cinco años más que yo. Sus ideas marcaron mi vida. Sus luchas me hacían ir hacia adelante. Pero había un problema: él no pertenecía a mi grupo.
Nuestras miradas se cruzaban cuando pasábamos, uno al lado del otro. Cada uno sabía que a la salida de la universidad -nuestro bastión de luchas- podríamos vernos, y fuera de ahí, solo afuera, podríamos compartir, querernos y amarnos.
Quería irme a vivir con él, sentirlo y saberlo todos los días en mi habitación. Pero eso era imposible.
Cuando había enfrentamientos con la fuerza pública, me dolía no poder luchar junto a él. No se nos podía pasar por la mente publicar nuestra relación, y menos en el campo de batalla.
Recuerdo que un día, en pleno enfrentamiento, un perdigón tocó a mi compañero. Me dolió más que a él. Él solo volteó y me miró.
Aunque el objetivo era el mismo, trabajábamos bajo organizaciones con diferentes dirigencias. Una de estas era la del jefe del partido, el gran comandante de mi organización. Sí, el mismo con quien compartía formación política en su casa. El que me enseñó lo que sabía y me contaba más sobre las ideas de la revolución para nuestro pequeño país.
Pasaron las semanas y todo se mantenía igual.
Hasta que un día mi compañero conversó conmigo. Me dijo que me amaba, pero que no podía estar más conmigo. Que ya su dirigente sospechaba de lo nuestro. Con un nudo en la garganta le dije que también lo amaba, pero que la lucha era mucho más importante y si el destino lo decidía volveríamos a estar juntos.

Al día siguiente era como si nada hubiese pasado, cada uno en lo suyo. Las miradas ya no estaban.
Decidí renunciar.
Mi boina fue roja, pero ya no lo es.
Ya no quiero ningún color que me identifique, pero añoro cada momento que sólo con él pude vivir.

martes, 9 de noviembre de 2010

Llueve




Vannie Arrocha

Todo el día ha llovido en el istmo de Panamá.
El río Grande en Coclé se desbordó, la interamericana está incomunicada
…”


Frente a los ojos,
se la ve correr
con esa música de flauta
que suena a vacío
y a tremenda profundidad
(humedad, frío, escasez de luz y de tu mitad)

De octubre a noviembre
explaya su poderío.

A cualquier hora
moja los huesos
alborota la piel.

Lluvia intensa
que provoca los deseos de amar.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El bulmonet


Mario Andrés Muñoz

La obscuridad ocultaba las paredes de rocas húmedas. Sobrevivía en el asfixiante espacio. Sus poderosos colmillos eran subutilizados en una dieta marina. Mataba peces y succionaba moluscos. Merodeaba, arañando las rocas, sumergiendo sus peludos brazos en el agua fría. Por dentro, lleno de tedio y nostálgico de una vida que le parecía cercana. Quería cruzar en una avanzada nocturna la barrera que lo separaba de esa vida lejana, extraña y atractiva. Debía cruzar el intrincado bosque y acercarse a la aldea. La gente formaba bulliciosos grupos, parejas unidas del brazo y niños pequeños cargados. Deseaba alejarse de su cueva y salir de esos riscos que conocía demasiado. Ansioso pero con dudas se acercó a las casas para hacer contacto. Avanzaba, con un andar pesado, en medio de los árboles. Apoyaba siempre un brazo en el suelo. En las calles llenas de grietas por el calor, solo había tres niños que a esa hora no debían estar allí. Al verlo, creyeron que era un jabalí gigante. Ansiosos recogieron piedras para espantarlo y corrieron detrás de él, creyendo que el astuto les temía. Después de fingir su huida, de unos cuantos zarpazos los hizo caer mal heridos. Se los zampó, más que por por gusto, por frustración e ira. Estaba sorprendido por lo que había ocurrido y decidió buscar otra vía. Esperó que llegara la noche y lanzó aullidos hacia el enorme valle. El terror se extendió por doquier. El Bulmonet esperaba hacer contacto con alguien que siguiera su voz. Esperó en su cueva. Un humano dispuesto a mirarlo a la cara y que fuera tan valiente como para aceptar sus formas y su naturaleza. Poco después, una turba se acercó con armas en las manos dispuesta a enfrentarlo. Frustrado y decepcionado se asomó y los observó con todo detalle. Frenéticos y aterrados lo azuzaron con palos. No los entendió. Se entregó a la multitud, que lo golpeó hasta cansarse.
¿Criatura de un errático experimento?, ¿tenaz animal antiquísimo? Llenos de espanto, lo mataron y enterraron sin descrifrar el enigma.

viernes, 22 de octubre de 2010

Un encuentro con el Gabo




Arriba: El escritor Gabriel García Márquez comparte con los participantes de un taller de crónica de la FNPI, en Cartagena de Indias, Colombia, en 2006.
Abajo: la autora, junto al Nobel.




Ana Teresa Benjamín

Alma Guillermoprieto nos lo había advertido. Nos había dicho, temprano en la mañana, que había una sesión especial en la tarde a la que no podíamos faltar, y que seguramente aquel encuentro iba a ser el mejor de todo el taller.

Unos días antes -o quizás el anterior- Alma nos había llevado al local donde practicaba el Colegio del Cuerpo. Quería -nos dijo- que viéramos y escucháramos, y que ya de vuelta en la calle San Juan de Dios comenzáramos a escribir, en caliente, las primeras líneas de lo que pudiera ser un reportaje sobre el grupo de danza cartagenero.

"La crónica debe tener una capacidad metafórica. Si hablo de un boxeador, es al final una historia sobre los deseos de gloria", nos había dicho. Y para empezar una crónica hay tres perspectivas: comenzarla "de lejos", "de cerca" o "desde adentro".

"El ritmo debe ayudar a transmitir la acción. Párrafos cortos y párrafos largos, combinados. Jugar con ellos de acuerdo con los requerimientos de la acción real", añadió.

Así que cuando nos habló de una sesión especial, todos pensamos que se trataba de otra visita a algún lugar de Cartagena.

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El mismísimo Gabo

Y fue así. Se abrió la puerta y entró Gabriel García Márquez. "He viajado medio mundo para llegar a este puesto", fue lo primero que dijo, mientras buscaba lugar a la siniestra de Alma.

Muda y fría, sólo acerté a abrir muy bien los ojos. A mirar a los demás, a ver si estaban igual que yo. Las cámaras fotográficas empezaron a salir de las carteras y yo me odié porque recordé que cargaba todavía una de rollo y sólo tenía unas tres tomas.

Vestido con camisa azul y grandes anteojos de marco negro, García Márquez entró dando pasitos y yo pensé: "Está viejo, el Gabo". Luego noté que tenía un aparatito para escuchar en el oído derecho.

"Mi experiencia es que uno nunca aprende a escribir. Uno escribe, pero no aprende", nos dijo. Y como es mejor que el Gabo hable y no yo, transcribo lo que nos dijo en 2006:

1. "La idea de esta fundación es escribir lo peor que se pueda para que de aquí salga algo mejor".

2. "Uno cree que ya sabe, que ya está bien... Hasta que uno se da cuenta de que nunca está bien".

3. "Nunca se aprende, pero uno aprende a que no se vea tan mal".

Y entonces García Márquez se confiesa y dice que hace un año que no destapa la computadora. "Lo decidí porque tengo la impresión de que ya escribí todo lo que había podido escribir".

¿El truco para escribir historias? Escuchen esto: "No hay reglas... El corazón se hace a cargo de eso".

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La confesión

Uno a uno, García Márquez comenzó a preguntarle a todos los periodistas que allí estábamos cuál había sido nuestra peor experiencia. A mi turno, avergonzada, lo conté. Que cómo había yo escrito una noticia y que la fuente, íntimamente vinculada al diario donde trabajaba, negó después que había dicho lo dicho. Que cómo aquello me había costado una demanda y la vergüenza del proceso legal... Y la indignación que me produjo tener que someterme al poder económico.

García Márquez, antes que recriminarme o darme sermones de valor periodístico, me dijo: "Te pasó a buena edad porque te va a pasar toda la vida y hay que aprender a torearlo".

Sergio Ramírez también estaba allí. Y Mercedes, la mujer de Gabo. De pronto se rompió el protocolo y se armó una fiesta. Yo disparé mis pocos flaches. No hay duda: aquella sesión del taller de crónica de Alma Guillermoprieto fue la mejor de todas.

lunes, 4 de octubre de 2010

El viejo





Aristides Cajar Páez

"¡Déjenme!, ¡déjenme!" , gritaba el hombre mientras los guardias intentaban asirlo por el cuello. "¡Déjenme!", insistía mientras forcejeaba con una fuerza que no se correspondía con su edad aparente. Tenía el rostro surcado por arrugas profundas, la piel se veía áspera y sucia y los ojos, hundidos en unas cuencas profundas, minerales, le conferían una expresión sombría. De la cabeza pálida como un hueso, le nacían irregulares y largos mechones de pelo blanco. Vestía un ruinoso gabán de corduroy y un pantalón de dril gastado por el uso y el tiempo. Los pies cargaban unas cosas oscuras que bien podrían ser botas pesadas o zapatos de trabajo, indistinguibles bajo la costra de mugre y lodo que los cubría. Una inmensa joroba crecía en su espalda deformando su cuerpo de manera grotesca. Tres guardias fornidos y rudos, curtidos en el combate urbano, no podían vencer la resistencia del aparentemente frágil viejecillo que prácticamente los arrastraba por las calles del barrio bajo la mirada de los vecinos que observaban la escena con una mezcla de asombro, indignación y burla. Los guardias habían encontrado al abuelo en una esquina, de madrugada, haciendo unos movimientos muy raros. Creyeron que estaba borracho y lo conminaron a acompañarlos hasta la estación de policía para averiguaciones sobre sus generales y para que pasara la resaca en un lugar menos inseguro. Pero él no quiso ir. "¡Ya verán! ¡ya verán!", les decía con furia mientras los uniformados intentaban retomar el control de la situación. Los tres mocetones sudaban y jadeaban mientras trataban, en vano, reducir al viejo. Altas nubes grises se alzaban en un día sin sol. Mas allá de la última calle del vecindario se extendían los amplios baldíos cubiertos de pastizales y arbustos que marcaban el límite de la ciudad. Algunas vacas pastaban por allí, parsimoniosas e indiferentes. De repente, el viejo se les zafó a los guardias y salió corriendo. Antes de que pudieran agarrarlo otra vez, se despojó del gabán, desplegó unas enormes alas blancuzcas y sucias y remontó el vuelo. Mientras se alejaba, desde el aire escupía maldiciones.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El niño inesperado


José Arcia


Tenía diez meses de haber nacido cuando lo supo. Esa noche de primavera él se enteró de que su ex novia, de la que no sabía nada desde hacía 18 meses, había dado a luz a un niño. Al conocer la noticia, una mezcla de tristeza, nostalgia e inquietudes abrumaron el alma y el sentimiento de José Manuel.
Se enfrentaba a una realidad ante la que no sabía si llorar o reír.
La calle estaba poco iluminada y el semáforo en rojo. Un vendedor ambulante se acercó al auto y tocó el vidrio de la ventana en un intento de despertar el entusiasmo de una compra. En el interior del vehículo solo se escuchaba el inevitable ruido del motor. El estéreo estaba apagado. Ni una sola palabra. Adentro, los dos ocupantes tenían la mirada perdida, como sin horizonte y ambos estaban llenos de preguntas sin repuestas.
La confusión los había inundado. Él se empezaba a enterar de la existencia de un hijo que no vio nacer. Ella no le había dicho nada, hasta ahora. Mientras que en casa, el pequeño dormía. Pero no dormía como un niño normal: una sonda conectada a su abdomen le impedía moverse.

A los seis meses de nacido había sido operado para subsanarle una malformación gastroesofágica. Los médicos habían colocado la sonda para alimentarlo, en caso de que no lo pudiera hacer de manera natural. José Manuel se enteró de todo esa noche de primavera, cuando volvió a ver a su ex novia, que a partir de ese momento se convirtió para él en la madre de su hijo.

El niño había nacido justo cuando José Manuel vivía los momentos más felices de su vida hasta entonces, junto a la mujer que amaba. Pero el tiempo había pasado y se había llevado buena parte de esa felicidad. Para cuando se enteró de la existencia de la criatura, ese amor ya agonizaba.

Pero ya no importaba. Un amor terminaba y otro empezaba a nacer. Un amor que es el único que el ser humano puede garantizar que es perdurable, porque nace del alma y recorre las venas. Lo que la sabiduría popular denomina "sangre de tu sangre".

Era su hijo, que había llegado a su vida de manera sorpresiva y fuerte como las olas cuando chocan contra las rocas.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Lo que nos dijo Alma

Ana Teresa Benjamín


Alma Guillermoprieto es una relatora de experiencias. Así la veo yo, tras compartir con ella -y con otros 11 periodistas de Latinoamérica- una semana en la que se conversó no sólo sobre qué es la crónica y cómo escribirla, sino también sobre los dilemas éticos que enfrentamos diariamente los periodistas.
Al taller de crónica había que llegar con tres ideas de temas para desarrollar durante la semana que pasaríamos en Cartagena. Luego de que cada uno presentó su propuesta con sus argumentos, el grupo votó por la que le parecía más factible (por el tiempo del que dispondríamos), por la más interesante (por las posibilidades de escribirla como crónica) y por la más emotiva.
¿Por qué emotiva? Porque para que un tema se convierta en crónica debe despertar sentimientos y remover emociones, principalmente del que la investiga y escribe. Esto es así porque si se hace un tema desde la frialdad de la objetividad, es muy probable que así de fría resultará la historia y, en consecuencia, no le mueva ni un vello al lector.
Como puede verse, desde un principio se planteó el viejo tema profesional de la "objetividad". De hecho, Alma nos dijo desde el principio que no hay que temer involucrarse en la historia y dejarse guiar por lo que nos hace palpitar, porque esas mismas cosas enriquecerán nuestro texto y serán ganchos cautivadores para su lectura. Claro, esto no significa que hay que dejar de lado los hechos ni dejar de brindar información. No se trata de convertirse uno mismo en la historia ni en manipularla, sino saber y aceptar que es perfectamente bueno que uno viva la historia, encuentre los detalles, busque las palabras para describir la experiencia y plasmarla con todo ese calor en el papel. El resultado, pues, será una crónica.
Sin embargo, Alma resaltó que no es lo mismo una "nota de color" que una "crónica". Si bien la "nota de color" busca detalles y los "reproduce", se queda en la superficie; en la mera descripción. La crónica entrelaza todo con la información y la emoción. La "nota de color", entonces, es mucho más ligera y no hace impacto. Tiempo después pasará al olvido. La crónica queda de referencia.
Alma hizo hincapié en la capacidad de observación. Algo así como el detective que es capaz de estar en un cuarto, cerrar los ojos y hacer una lista de los objetos que había allí.
Por otra parte, también se dijo que describir no significa hacer un análisis sicológico de la persona o de la situación. Se trata de ver y ser capaz de construir una imagen que pinte en toda su dimensión el lugar o la persona, de forma que el lector pueda hacerse una figura bastante apegada a lo que nosotros tratamos de describirle. Hay, pues, que estimular imágenes visuales.
También se discutió sobre la posibilidad de utilizar la primera persona en las crónicas. No para convertirnos en héroes ni protagonistas, sino para acercarse al lector. Funciona bien, por ejemplo, cuando uno se burla de sí mismo a través del miedo o del ridículo. Alma desechó, sin embargo, la vieja fórmula de "En entrevista exclusiva a este diario" o "según lo dicho a La Prensa", porque además de ser anticuada no tiene personalidad. Es decir, La Prensa o el diario no son nadie. Entonces, no es primera persona.
¿De qué más discutimos? Pues de la realidad absoluta de que nuestros entrevistados son víctimas. Los buscamos para obtener de ellos algo y por ello es frecuente que los pobres sean nuestras "víctimas" favoritas. Son personas sin poder, que no entienden muy bien nuestro oficio, que hablan con nosotros sin malicia y de quienes escribimos sin pensar muy bien si le causaremos daño. El daño casi siempre puede ser moral, aunque a nosotros nos quede de maravilla para nuestra historia.
Por ejemplo, una de las compañeras estaba haciendo una historia sobre los desplazados colombianos que no tienen acceso a los servicios de salud. Se encontró a un hombre cuyo hijo había muerto precisamente por una mala atención y, mientras lo contaba, dijo: "Tengo la historia perfecta". Es decir, mientras más tragedia, mejor para nosotros. Aunque es una realidad innegable en el ejercicio de nuestra profesión, siempre debemos tener presente el poder de nuestra palabra; el daño que podríamos ocasionar. No se trata de censurarse sino de preguntarse todos los días cuándo un dato es realmente importante o cuándo sólo se trata de un hecho cebollero que no aporta nada y perjudica.
El truco, dijo Alma, es no dejar de preguntarse nunca estos dilemas

(Texto resumen de las experiencias de la autora durante un seminario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena, Colombia, en 2006).

domingo, 5 de septiembre de 2010

Caminatas por Sión (primera entrega)

I- Día de paz en el infernum



Luna Kureta


A Tania le queda poco tiempo de luz. Debe llegar lo más rápido posible al Valle del Infiernum o el Valle de Hinón, en hebreo Gai Hinnom, y empezar desde allí su purga corporal. Son las seis de la tarde en Jerusalén y está por terminar el sábado. Va a empezar una nueva semana en Israel.



Se calza sus zapatillas deportivas de marca pecaminosa compradas en Calidonia, cierra la puerta tras de sí y camina hacia el Gehenna, -en griego, el abismo- enfrentándose a la lengua del calor demoniaco de este 28 de agosto que aún lame la tarde. Eso no es lo que le preocupa, sus peligros son otros.



No le molesta la sofocante temperatura. Ella nació en David, Chiriquí y allá el verano es una caldera al rojo vivo. Le teme más a ser capturada por las fuerzas de seguridad que merodean el abismo, pero ya se ha vuelto hábil en escabullirse. Van a empezar los rezos y ella no reza, ella corre.



Avanza, rauda, con su atuendo deportivo de etiqueta también dudosa. Lleva audífonos, la música la acompañará en el recorrido. Siente por instinto que no debe ir sola. Vive cerca del Valle, que en hebreo también se llama Gai Ben Hinnom (Valle del hijo de Hinón). Es un barranco afuera de la muralla sur de Jerusalén Antigua, a los pies del monte Sión y se extiende hasta la garganta del Kidron o Cedrón.



Este barranco al que va a descender no sería más que eso en cualquier rincón del planeta. Aquí es otra cosa, es el lugar exacto del Infierno, del latín infernum o inferus, inferior o bajo tierra, el cual en Jeremías 31:40 se describe como “llanura baja de los cadáveres y de las cenizas grasosas”. Nunca falta ahí un soldado. Ella se arriesga.



Desde el borde del despeñadero que fue maldecido tantas veces divisa al fondo mucha gente vestida de negro y un jinete en un caballo sin montura. Al mismo tiempo comienza a sonar en su MP4 la canción Luna, del reguesero panameño Eddy Lover, una pieza con mezcla de regae canalero con acordeón y algo de tamborito del interior de Panamá. Un vaho de calor y frío le sopla en la nuca. Desciende.



En la boca de la quiebra profunda hay un restaurante repleto de gente. Serán judíos que han violado el sábado, turistas cristianos que no comerán cerdo esta tarde e irán a misa mañana. Al lado, la Cinemateca de Jerusalén anuncia en hebreo que en la semana que empieza habrá un Festival de Cine para Niños auspiciado por Rusia, España, Italia y China.





La noche se acerca, le mira la luna sobre el monte Sión, Tania Canta con Eddy “es que yo quiero irme muy lejos donde ya no importa el tiempo donde ya no sopla el viento donde no me hablen de amor”. Y sigue descendiendo. La alcanzan, en la bajada, un grupo de presurosos jóvenes musulmanes. Pese a la música se imagina escuchar el gruñido de sus intestinos. No han comido, están en el noveno mes de su calendario lunar. Es el mes de Ramadam.



Los musulmanes que descienden junto a Tania son de un físico muy particular de los palestinos: piernas largas, cadera angosta, cintura estrecha, omoplatos muy anchos y caminar erguido. Se asemejan, piensa, a los avis, los habitantes del planeta Pandora, la luna del planeta Polifemo de la leyenda de Avatar, de James Cameron.





Tania termina de bajar la pendiente cuando le cortan el camino súbitamente un grupo de damas, hombres y niños vestidos a la occidental pero de negro cerrado. Son blancos de ojos claros, las mujeres llevan pelucas rubias o castañas y los varones de ojos azules llevan la patilla larga y se hacen con ella unos colochos que se mueven al andar junto con los hilos (tzitzit) que cuelgan de la falda a la vestimenta del judío ortodoxo.



Son judíos observantes del sábado, bajan la pendiente que comunica al Monte Moria, vienen de rezar en el Muro de los Lamentos, de despedir el sábado y van a su casa a encender las velas de Avdala, las que se encienden al terminar el día de descanso, bendecirán el vino y el pan, olerán especies aromáticas para recordar la santidad del sábado y comerán.



La chiricana, que hace años una familia hebrea de Panamá la trajo a Israel como empleada doméstica y ahora se ha quedado como ilegal, se abre paso entre los ortodoxos y llega por fin a la cañada, aquella donde los cananeos ofrecían niños al dios Moloj. Ya antes de que los hebreos esclavos escapados de Egipto llegaran a estas tierras, en el desierto, su Dios Adonai les advirtió a través de Moisés que: “Cualquier hijo de Israel o de los extranjeros que moran en Israel y que diere su hijo a Moloj, será muerto irremesiblemente; el pueblo de la tierra le matará a pedradas” (Levíticos XX- 2 (Vayikra en hebreo).



Posa sus pies sobre la verde hierba que cubre el Valle, donde dice el Tanaj hebreo que eran quemados los inocentes sacrificados a la deidad Moloj. Luego de ser proscrita la abominable práctica durante el reinado de Josías al conquistar las tribus de Israel estas tierras, el Valle, se convirtió en un vertedero donde además de la basura se tiraban los cadáveres de criminales y animales.



En Mateo 9:47 Jesús dice: “Y si tu pie te escandaliza, córtatelo: mejor te es entrar en la vida cojo que con ambos pies ser arrojado en la Gehenna, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga”. Y frente a ese lugar descrito por el hijo de María, Tania comenzó a hacer estiramientos para desenmutecer los músculos y entrar en calor.



Al frente unas musulmanas vestidas de hiyab negro y varios niños comienzan a colocar alfombras en el suelo y a poner vasijas sobre ellas. Ya sabe que Hiyab no es lo mismo que el Burka y en árabe significa ocultar, separar y no es solo el velo, sino la vestimenta completa. Para algunos occidentales la prenda humilla a la mujer, mientras que para muchas árabes la prenda las oculta de las miradas morbosas, no incita al pecado que llevaría al hombre al Jahanam, el infierno.



Dice el Corán de este lugar -donde hace sus estiramientos Tania, una rareza migratoria en Jerusalén venida desde los dominios del volcán Barú- que: “ En verdad el infierno está al acecho. Una morada para los rebeldes, quienes permanecerán en él durante siglos y en él no probarán ni fresco ni la bebida”-Surah Al Naba, cap 78 22-26.



Un grupo de soldados camina hacia ella. Tania se recoge el cabello lacio y negro como si fuera el calor la que la intimidara y no la posibilidad de ser detenida. Se inclina a amarrarse los cordones y por el rabillo del ojo, los soldados se acercan. Aun así Tania no se arrepiente de haber salido hoy, el infierno no la aterroriza.



Este sitio, para los antiguos hebreos no era un lugar en un mundo imaginario ni metafórico sino un lugar concreto en las afueras de Jerusalén, un lugar de ritos paganos, posteriormente un macabro basurero donde seguro se quemaban los desperdicios a fuego y que para combatir el mal olor tal vez le tiraban azufre. Tania siente el olor de los soldados que la rodean. Shalom, saluda, Shalon shalom, responden ellos.



Tania les sostiene la mirada, les sonríe y sigue haciendo sus estiramientos.

"¿Mi efo at?", pregunta uno. Ella responde: "Mi Panama, Mercaz America".

"Uauay, ieshli javerim sham, jem ovdim im jehudim mi panama", ("tengo amigos allá, trabajan con los judíos allá") dice un soldado.

"Ken, iesh arve israelim she ovdim sham" ("sí, hay muchos israelíes que trabajan allá") contesta Tania.

__ "At lomdet po"? (estudias acá) Pregunta un soldado

__ "Lo ani avodet ba kibutz Ramat Rahel im javerot" ("No, yo trabajo en el kibutz Ramat Rahel con amigas") responde Tania mirando hacia el fondo del Valle. Si los soldados hacen más preguntas estará en aprietos, no podrá escapar del Gai Hinnon.





El vertedero, el Cerro Patacón bíblico, pasó a convertirse en el sobrenatural infierno cristiano al interpretar los griegos los textos bíblicos y luego al nacer el islam, los musulmanes también pusieron su gota de imaginación y después sería el paraíso temático de Hollywood que ha explotado sus distintas versiones hasta llenar los bolsillos de oro de unos cuantos.



Tania ve a las mujeres musulmanas que están en el Valle. Terminan de acomodar la comida y esperan con sus hijos pequeños que sus esposos vengan de rezar de la Mezquita, ya que llama el muhadín al rezo de la tarde. Está por romperse el ayuno de este día. Ellas esperan tranquilas con sus pequeños .





Los niños juegan con pelotas del futbol, varios llevan la camiseta número 10 del Barcelona con el nombre de Messi. Los fanáticos de Leo se detienen para acariciar un hermoso caballo que un joven jinete palestino pasea por este sitio hoy paradisiaco, lugar que en otrora fuera señalado como un sitio maldito.



Padres israelíes con sus hijos cruzan el valle que los árabes llaman Wadi (valle) er-Rababi para llevarlos a actividades de ballet, teatro o música en un centro justo enfrente de la cinemateca, pero en la otra orilla del valle, ya que en pocas horas habrá terminado el sábado.



Tania ejercita el cuello frente a los soldados, observa un poco más adelante, a cristianos, algunos griegos, otros armenios, otros latinos, subiendo, que tratan de acortar camino pasando por el torrente hasta alcanzar las murallas de la ciudad y entrar por la puerta de Yafo, que los llevará hasta el Santo Sepulcro, mientras un grupo de jóvenes karatekas se ejercita, más apartado.



Tania mintió solo a medias. A los soldados la respuesta les pareció normal, muchos jóvenes vienen a trabajar a los Kibutz, la confundirían con una sefaradí (judío que habla castellano).



__"Lehitraot y vaslaja" ("adiós y buena suerte" ) se despiden de ella los soldados. No hubo más preguntas.



Tania termina de cruzar el valle para empezar a subir la montaña, saluda a los menudos futbolistas palestinos: "salam alekum" y ellos le devuelven el saludo al revés. Unos más alegres le chocan la palma de su mano como colegas del deporte.



La doméstica se aleja y vuelve la mirada hacia el Valle, nada queda de los sacrificios de inocentes. Abajo, niños de diferentes creencias hacen distintas actividades bajo la mirada responsable de un adulto o familiar, y siente la paz de los musulmanes en su ayuno, la paz de los judíos al terminar el sábado y de los católicos en espera de su domingo, de los deportistas por estar en paz con su cuerpo. Tania cierra los ojos, no sabe rezar a ningún Dios, pero pide a la Fuente, su deidad imaginaria, que este instante se vuelva eterno.



El sol al caer lanza rayos dorados que pintan de oro las murallas de Jerusalem, emprende la subida por el precipicio conocido antes como Tierra de Nadie y divisa a lo lejos Cisjordania, un taxista escucha noticias. Para el primero de septiembre reiniciarían los contactos para la renovación del diálogo palestino- israelí. Tania comienza a correr.



Más abajo también corren el jinete y su bestia. Aunque en dos caminos distintos, Tania, la empleada doméstica que se ha quedado en un limbo migratorio en Israel, y el jinete del Ramadán se dirigen hacia una misma dirección: las tierras del Apocalipsis.

(Luna Kureta es corresponsal de la Cueva del Alcaraván en Medio Oriente)

sábado, 28 de agosto de 2010

El condenado

Juan Luis Batista

Mi nombre es Juan Señiles. Bien podría definirme como el quebrantador de leyes y costumbres. He estado en la tierra de los gentiles, de los infieles y de los herejes. Al final, -no importa ni el tiempo, ni el reino, ni el Dios- mi historia ha sido la misma: pagar una pena impuesta por los cielos.

Cuentan los judíos que un día de Sabbath -cuando el trabajo cesa para recordar quién hizo el mundo- yo me dediqué a arar la tierra. No supe bien lo que pasó. pero fui expulsado de mi huerta y me convertí en el andariego de hoy.

Una historia similar relatan los musulmanes, quienes dicen que todo ocurrió en el mes del Ramadán. Nadie se acuerda en qué luna fue, pero ese día en que todos ayunaban yo me emborraché, comí y bebí todo lo que podía, sin pensar en las consecuencias, ni en Mahoma. Y fui lanzado al abismo del destierro.

Con los cristianos la cosa no fue distinta. Todo ocurrió un viernes. No sé con precisión el año ni el siglo. Salí a cazar un día que coincidía con la fecha en que Jesús murió en la Cruz. Y me cayó el castigo como relámpago divino: vagar por los montes cuidando a los animales heridos.

domingo, 22 de agosto de 2010

Heridas de la discordia

(Opinión)

Ana Teresa Benjamín

No hay razón o argumento que justifique o explique las heridas sufridas en el rostro por los trabajadores bananeros de Bocas del Toro.

Pasadas ya varias semanas de aquel enfrentamiento entre trabajadores -que reclamaban porque sentían haber perdido derechos- y las fuerzas antimotines de la Policía Nacional, el debate en el país se ha estancado en lo político, mientras los cientos de heridos terminan por ¿acostumbrarse? a ver la vida en negro.

No es la primera vez, en todo caso, que estallan conflictos en las regiones bananeras del país. En 1960, tanto en Bocas como en Puerto Armuelles, en la provincia de Chiriquí, se sufrieron crisis similares. Los obreros, que pedían mejor sueldo, mejor casa y mejor trato, se encontraron con un gobierno que no quiso escucharlos.

Tan viejas son las historias sobre problemas laborales en las bananeras -y tan extendidos en buena parte de América- que Gabriel García Márquez escribió sobre uno de ellos en Cien Años de Soledad: "El pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua... Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas... Tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos", relató el Nobel con su magia realista.

Pero lo que sucedió en Bocas del Toro no tuvo nada de ilusión. Los perdigones tirados a los ojos fueron reales, así como el dolor y la impotencia de los trabajadores que ahora sufren por haber perdido el derecho a mirar.

Aquel conflicto del que escribió García Márquez ocurrió en Ciénaga, Colombia, en 1928. Una huelga que había comenzado pacíficamente se tornó de pronto peligrosa para los ejecutivos de la United Fruit, y un general colombiano decidió tirar balas a hombres, mujeres y niños, debido al riesgo inminente de un desembarco estadounidense en el país sureño.

Un senador de aquel país, Jorge Eliécer Gaitán, criticó la matanza y dijo que aquellas balas debieron usarse para repeler al invasor extranjero.

Tal parece que, más de 70 años después, los uniformados volvieron a disparar en la dirección equivocada.

lunes, 16 de agosto de 2010

El pozo

Mario Andrés Muñoz

Cumplía su sentencia. No entendía la razón de su encierro y aislamiento. Cuando despertó era un adulto. Le tomó algunos intentos fallidos descubrir que no podía salir del pozo en que se encontraba. Veía un pedazo de cielo, sufría la tormenta y las altas temperaturas. No podía morir, era un prisionero. ¿Era el instinto de supervivencia el que impedía que se desesperara y enloqueciera? Se sabía culpable. Tenía una carga de barro en su conciencia. Por ello se entregaba, aceptaba la situación. No podía hablar con nadie porque para sus semejantes El Territorio de los Encerrados era prohibido. Ni siquiera podía escuchar sonidos de un algún ser vivo. La peor tortura: un tedio eterno. Entre las cosas que inventó para combatirlo fue nombrar todas las cosas de ese lugar, que llamó Túnel del Bostezo Reprimido. Llamó cada porción de tierra con un título pomposo, con odio irónico: "Grupo de Granos del Veneno", "Picadas de Mosquito Negro", "Arroz Quemado", "Trapo Sucio, Tieso y Putrefacto". Nombrando se nombraba. Designando, su propio ser no le resultaba tan detestable. Incluso, creía haber encontrado un oficio. Mientras las comunidades de sus semejantes creaban ecos con sus trabajos cotidianos, él vivía día y noche usando la única arma que había encontrado para no abrirse el cráneo y regar sus sesos en el fondo de ese hueco. Era tapar la fealdad con una capa hecha de palabras. De ese acto se desprendía una esperanza. La costra de sus propias inútiles frases podría llegar a ser densa y un día, muchas capas, unas sobre otras cada vez más contundentes, rellenarían el pozo y lo elevarían para salvarlo.

domingo, 8 de agosto de 2010

La distancia

Aristides Cajar Páez
Recuerdo que era lunes. No tengo presente el tema preciso de nuestra conversación pero estoy convencido de que era algo bastante trivial, al menos lo suficiente para que no dejara huella en mi memoria. Hubo de pronto un silencio largo e incómodo. Tu mirada se quedó colgando un millón de segundos al filo de la mía. Como una pregunta imprecisa pero apremiante que buscara las palabras justas y adecuadas y no le alcanzara el aliento para pronunciarse. Los ojos abiertos parecían gritarse mutuamente mil cosas pero nosotros, sus dueños, no fuimos condescendientes con su angustia. 'Bueno, creo que me voy', dijiste de pronto, planteando la retirada como una especie de salida de emergencia al naufragio que parecía avecinarse. Y pese a la sentencia decisiva que salió de tus labios, tus pies parecían fundidos al piso. Tenías un vestido blanco, no llevabas prendas y el cabello insistía en caer sobre tu cara sin que tu mirada quisiera enterarse de esa intrusión. "Bueno", dije yo con más esfuerzo aun, "¿entonces te veré mañana?" Y la poca fe en esa esperanza chiquita asomada en esas palabras vacilantes era notoria como un faro en medio de la noche. "No sé", respondiste con el semblante endurecido y el gesto disimulado de quien quiso decir otra cosa pero se arrepintió al segundo siguiente. Toneladas de orgullo se interpusieron entre tu deseo y tu voluntad para corregir el rumbo de ese falseamiento. Las caras quisieron ser amables y ensayaron una sonrisa recíproca pero solo les salieron extraños y deformes gestos que traslucían equivocamente algún padecimiento físico o una molestia. ¿Por qué de pronto la densidad del aire se había hecho insoportable? ¿Por qué todo marchaba en cámara lenta y en el centro del vientre giraba furiosa una serpiente de aire que apretaba y apretaba con crueldad y sin tregua? "Te llamaré" dijo casi otro a través de mi garganta al borde de la asfixia. "Sí", respondiste y hubieras querido decir "mejor no" o "mañana estaré fuera" o cualquier otra cosa distinta a ese "sí" vencido, sin convicción, sin compromiso. La brisa nos castigaba parejo a los dos pero tú parecías a punto de salir volando, vaporosa y etérea, casi irreal, como un fantasma hermoso o un sueño. Mi cara se acercó a la tuya casi por instinto, pero en seguida notó tu terror y se contagió de pánico. La piel y los huesos se quedaron esperando, intrigados y perplejos, las sensaciones imaginadas que no llegaron a concretarse. Entonces los pies tomaron la iniciativa, empezaron a consumar aquella cobardía compartida y marcaron la ruta del alejamiento con sentidos opuestos. Así empezó a instalarse, definitiva y triunfal, la distancia. Solo los ojos, hasta lo último, hicieron el intento de encontrarse.

lunes, 2 de agosto de 2010

El precio de un beso robado

Icard Reyes

En verdad nunca supe cómo explicar esa sensación de aquel 15 de abril. Habían pasado meses de tristezas, agonía y resignación. Meses de exilio de mí mismo, tratando de explicarme una y otra vez, qué pasó. Meses en los que el tiempo se había encargado de curarme de los recuerdos. Por lo menos eso pensé.

Sin embargo, allí estaba yo, de nuevo compartiendo junto a esa persona, como en aquellos años. Era como una mezcla de felicidad y miedo. Por nada del mundo me podía mostrar feliz y entusiasmado como antes. No. Y más ahora que su rostro denotaba indiferencia.

Y así transcurrió medio día y parte de la tarde de esa fecha, juntos. Ya en la noche, me costaba mucho sumarme a la alegre camarada. La rumba en pleno apogeo por las calles de la bella ciudad de Panamá no me decía nada, no me motivaba ni a bailar ni mucho menos a tomar, solo a pensar y a pensar. Fueron muchas preguntas que mi mente y mi corazón se llevaron con el dolor.

Era como si estuviera físicamente allí, pero con mi mente volando entre los recuerdos, pues a pesar de tanto tiempo transcurrido, cada esquina de esa ciudad, que lentamente recorríamos, me volvía a proyectar esa película de los dos. Esas escenas en las cuales éramos amargamente felices, libres y al mismo tiempo condenados. No sé con qué intención. Aún no lo sé.

Por fin, la fiesta móvil terminó, y entre los alegres invitados, eufóricos por el licor, las propuestas para continuar la rumba fueron fluyendo. Era el momento preciso para escapar, pero algo me hacía quedar allí, impávido, sin poder tomar la decisión que habría sido la más correcta. Horas después la triste realidad así me lo hizo saber.

Fijado el lugar para seguir la francachela, el movimiento implicó que nos quedáramos solos en su carro. Y mientras nos dirigíamos al lugar, la oscuridad de la noche, los recuerdos martillando mi mente y el nerviosismo casi incontrolable me hicieron cometer la peor torpeza de mi vida: robarle un beso.

Robar algo que ya no era mío. Algo que por tanto tiempo me fue vedado. Algo que una vez me hizo tan feliz y al mismo tiempo desdichado. Un beso, que si bien anhelé con tantos deseos, me mostró sin ambages la nueva realidad de esta historia.

Esa noche, una vez mis labios se apartaron de los suyos, mi más grande temor se hizo presente. Fue como un balde de agua fría sobre mi cabeza. Como despertar a una realidad que luego de tanto sufrimiento temí enfrentar.

Sí. Ya no era lo mismo. Esos labios que una y otra vez a mi cuerpo y a mi alma hicieron vibrar y soñar, hoy se apagaron, murieron, se fueron lejos para nunca más volver. Ese ser que a mi cuerpo estremecía con solo sentir su piel, su voz y su aliento, hoy me fue indiferente, extraño, lejano. Mi más grande temor se había hecho realidad. Esos labios me lo hicieron saber.

jueves, 29 de julio de 2010

Decisión

José González Pinilla
Recorría la habitación de un lado al otro. Colocaba sus manos sobre su cabeza y luego sobre su rostro. Lo hacía repetidamente. Murmuraba. Lloraba en silencio. En ocasiones se dejaba caer sobre la cama y pensaba cómo lo haría, qué sentiría. Pero no se atrevía. Era una decisión que había tomado la noche anterior. En ese momento se dijo a sí mismo que la única solución era esa. Que era la ventana trasera para escapar del fantasma que lo atormentaba. No tenía, sin embargo, la valentía para hacerlo. Entonces se miró al espejo. Tenía una barba abundante y el cabello revuelto. Las ojeras le habían modificado el brillo de su mirada. No había dormido bien desde hacía varios días. Una vez más recorrió el cuarto. De pronto la vio allí, sobre la cabecera. Sintió que lo había esperado desde siempre a que se decidiera de una vez por todas. Que diera el paso definitivo. Volvió a sentarse sobre el colchón. Murmuró otra vez. Las manos le empezaron a temblar, sudaba. El corazón le saltaba en el pecho. Tragó grueso, miró hacia arriba y entonces apretó el gatillo de la Beretta 92.

miércoles, 21 de julio de 2010

Mensaje urgente

Mario Andrés Muñoz

No tengo mucho tiempo para contarles. Pero nos han descubierto. Uno de nosotros, del grupo, traicionó el acuerdo y contó con lujo de detalles todo lo que hablamos y lo que pasa en nuestras reuniones. Los mensajes fueron reenviados y todo su contenido leído. Sé que no somos una sociedad cerrada, pero todos coincidimos en que nada debemos contar más allá de la empresa. Lo que vivimos es entre nosotros, sin que ningún establecimiento o institución lo sepa. Todo está siendo guardado en nuestros íntimos recuerdos. Conservar el secreto como algo sagrado es nuestro medio y razón de ser. Recuerdo que hubo una entidad que estuvo tras nuestra pista, no sé si todos lo sabían, pero entonces supimos actuar como un solo organismo, confidentes. Si hubiéramos seguido ese camino, nos hubiéramos convertido en un movimiento grande, tal como nos lo propusimos al principio. Ahora, solo queda lamentarnos, todo está hecho trizas como si una cámara diabólica hubiera registrado todos nuestros momentos íntimos. Hubo una junta donde se discutió el tema, se formó una comisión o un comité. Ya se enterarán. Se van a tomar medidas. Muchos de ustedes pensaron que no era ilegal lo que hacíamos. Qué equivocados. Todo lo que se hace en la red se paga, y lo hace el conjunto de los miembros. Así funciona el sistema y solo uno lo sabía. Él intentó advertirles, pero su voz no fue escuchada a tiempo. Todo cuerpo nace, se desarrolla y muere, pero también así son las amistades y las compañías. Fue bueno formar parte de la comunidad, de este excepcional grupo. Formamos una alianza estrecha, una hermandad. Nunca fuimos una secta, aunque alguno de nosotros pecó alguna vez de dogmático. Ahora que la congregación peligra no vale la pena hacer definiciones. Siempre hay alguien que rompe la unión y voy a decirles quién pagó muy mal la confianza que le dimos. Eso fue mucho antes de recibir los extraños correos. No todo el mundo sabe sobre esos mensajes tan imprudentes. Se trataba de una chica del grupo y de su posible rapto. Ahora con lo que ha pasado no parece una posibilidad tan absurda. Sería abordada y forzada a subir un vehìculo en la escalera de los estacionamientos aprovechando la poca vigilancia. Las amenazas están allí, punzantes y cada vez más próximas. Por eso es que hay que actuar rápido. Toda coalición está hecha de pactos y debemos ir en contra de esa avanzada antes de que cumplan su plan. ¿Será conveniente negar la liga o hacer que jamás existió? Lo sensato es escapar como una simple pandilla asustada. Si fuéramos una orden religiosa debiéramos hacer un cónclave o concilio. Pero no hay tiempo ni siquiera para hacer un mítin. Sin más, les contaré cómo sucedió todo: la Jefa rechazó al Judas que tenemos y le prohibió volver a aparecerse en las reuniones. Así como lo oyen. La revuelta en la milicia o en la tropa se da muchas veces por quiebres del corazón. Ella, tan dulce y paciente, no pudo más. Y él, al no soportar el resentimiento, buscó la manera de infligir el mayor daño posible. Claro que fue un arranque temporal, como cuuando un sentimiento no lo podemos dominar y nos arrastra a hacer cosas de las que después nos arrepentimos. Una mujer celosa es capaz de rasgar con sus uñas el rostro que más ama. Por el desamor se acaba cualquier cruzada y todo queda convertido en una hueste caótica. Aquél hombre cegado y quebrado, aquel traidor que espera que algún día lo perdonen, no es otro más que yo.

Sobresalto

José González Pinilla

Pisé fuerte el freno. Pero no respondió, no daba señales de vida. Una y otra vez lo intenté, pero nada. Mi pie se fue hasta el fondo en vano, sin poder frenar. Estaba a pocos metros de la intersección, a escasos segundos de estrellarme, de hacer ¡boom! Me vi dando vueltas, con el timón pegado a mi cuerpo, con la cabeza en el techo. Escuché el metal retorciéndose, el parabrisas explotar en miles de pedacitos. Ese día, la avenida estaba vacía, casi solitaria. Es una vía peligrosa, sí. Es la calle de la muerte. Es empinada, amplia, de concreto. Una montaña rusa. Para los desprevenidos podría significar un abismo, claro, con fondo, una vez sientan el ‘tanganazo’. No se sabe con certeza cuántos han caído allí. Ni cuántos han salido en brazos, ni cuántos pueden contar su experiencia. En ambos lados hay casas bonitas, lujosas. Arbustos y palmeras decoran las orillas. Es un área residencial que poco a poco ha sido invadida por algunos comercios. De pronto desperté de ese trance, de esa especie de sueño (o pesadilla) que duró segundos. Me vi nuevamente sobre la avenida, bajando a toda velocidad, a pocos metros de la bocacalle. Tiré entonces fuerte del freno de mano. Fue una reacción casi por instinto, pero debía hacerlo. Con la mano izquierda controlé el timón. Luego hubo humo. Y después silencio. Un fuerte olor a llanta quemada invadió el lugar. Un señor saltó a ver qué ocurrió. Una doña miraba desde el portal. El corazón me brincaba en la garganta. Las manos me sudaban. El motor quedó en pausa, en silencio. Miré hacia afuera y la calle seguía vacía. Respiré hondo, volví a encenderlo, y pisé fuerte el acelerador. Atrás dejé la calle de la muerte, para jamás volver.

jueves, 15 de julio de 2010

Changuinola

Aristides Cajar Páez

Dejé el pueblo con un presentimiento malo.
Una hora atrás, antes de abordar el bus en Almirante, alguien se me acercó entre la multitud y me dijo: "no vuelvas por aquí". No le vi el rostro y desapareció al instante. Recordé los ojos de miedo que había visto en las islas. El paisaje fabuloso de los corales bajo un mar transparente. Las olas, los manglares, las casas asentadas sobre pilotes. Los niños desnudos y felices. "¿Por qué preguntas por los narcos?" me dijo en voz baja el dueño de un billar. Ángel, un amigo, me contó: "están por aquí". Él no tenía miedo, quizá porque por su condición de extranjero se sentía inmune a las asechanzas de los facinerosos locales. Su novia, en cambio me pidió que no los mencionara."Por favor, no escribas sobre nosotros", me rogó ella. Bastó que les mencionara al Hombre Poderoso para desatar todas esas reacciones. Nunca lo vi, pero sé que un millón de ojos suyos me observaban. Changuinola es un pueblo alargado sobre la vía de un tren que ya no existe. Instalaciones avejentadas de un tiempo lejano, letreros en inglés, comercios y viviendas destartalados. Almacenes precarios pero repletos de mercancía. Gente que compra. El olor del banano en el aire. A lo largo de la carretera los sitios no tienen nombres sino números: Finca 8; Finca 11, Finca 14. Esta no es una provincia. Es una plantación gigante. Hasta hace poco el agua potable, la luz eléctrica, los servicios básicos, no los prestaba el Estado sino "La Compañía", la frutera norteamericana que se había apoderado, palmo a palmo de esta tierra verde. Hacia las montañas se apretaban los ngäbe y los nasos. Algunos trabajaban en las plantaciones, paseaban por Changuinola confundidos con los negros y los pakistaníes y los ticos. En sus miradas estaba el cansancio. El dolor. No la resignación, más sí la paciencia. Eran pobres porque los habían despojado de todo, hasta de su nombre. Un arcano que entonces me pareció indescifrable habitaba esa mirada milenaria. En la maleta solo cargaba ropa sucia. El cansancio había vencido a la vergüenza. Esperaba la revisión minuciosa antes de abordar. No hubo tal. Tan solo me sellaron el boleto y subí al avión de Aeroperlas que más parecía un bus con alas. Pude haber llevado hasta 20 kilos de cocaína. O de explosivos semtex. O de yerba. O dos mini uzi con magazines de repuesto de 20 balas cada uno. Subí al avión cargando la ropa sucia como quien carga un muerto. El cielo estaba limpio. La tierra se alejó de nosotros demasiado rápido. Desde la altura, inmerso entre nubes de tormenta, recordaba la mirada de los ngäbes. De los nasos. Su escandaloso silencio. Recordé al Hombre Poderoso. Lo olvidé.
Han pasado 12 años desde entonces. He visto hoy en la televisión cómo la gente bajaba de las montañas de Bocas del Toro. Por miles. Había una huelga contra la aplicación de una ley que descabezaba a los sindicatos. La gente, casi toda dependiente del trabajo de las plantaciones, estaba furiosa. El gobierno decidió recuperar el orden de la provincia a sangre y fuego. El Hombre Poderoso era uno de los que mandaba. Lo reconocí. Estaba más viejo, pero la maldad no había cedido en él. Nunca supo lo que los policías vieron: los espíritus de la montaña, del caminante sobre el viento, de la culebra-jaguar que salían a través de los ojos de la gente, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos y niños por igual. Fue el capitán García, lleno de pánico, el que dio la orden: "¡dispárenles a los ojos!".

miércoles, 14 de julio de 2010

El mundial que ví

Eliana Morales Gil
emorales@lacuevadelalcaravan.com

El colmo fue ver el mar de gente vestida de rojo en cada esquina de la ciudad. Yo que ese domingo no pude salir de mi casa porque la lluvia no me lo permitió, entonces me tocó verlo por televisión. Como en todos los otros días del mundial, los noticieros locales pasaban cada 5 minutos un despacho "en directo" de la fiesta futbolística en Bennigans, en la Taberna 21 y en Grill 50, por mencionar algunos. Una televisora incluso transmitió imágenes de un tal estadio Balboa, donde la gente se creía más española que la sangría y El Quijote, pero nunca se supo dónde era.

No lo entiendo. De la noche a la mañana a la selección de España le salieron más seguidores, y éstos aumentaron cuando derrotó a Holanda. La fiesta en las calles era similar a cuando Saladino llegó a Panamá bañado en oro, luego de haber participado en los Juegos Olímpicos de Beijing.

Entiendo mucho menos que el día en que Uruguay jugó con Alemania por el tercer lugar, la gente se uniera en masa para apoyar al equipo europeo. Se les olvidó que Uruguay es un país que aunque está bien al sur del continente, lo tenemos mucho más cerca que Alemania, que hablamos el mismo idioma y que tenemos más cosas en común con los uruguayos que con los alemanes. Leo fue uno de esos: era fanático de Alemania de los que ponía bandera y todo en su BlackBerry.

En esto se reflejó, una vez más, esa vieja costumbre humana de acomodarnos siempre del lado del grande y poderoso. Es como en la política. Apenas un nuevo gobernante toma las riendas de un país, la mayoría renuncia a su antiguo partido para sumarse al del ganador.

LOS BLACKBERRY

Este mundial que acabó lo recordaré además por ser el mundial de los BlackBerry. Quisiera saber quién se inventaba esos chistes que le sacaban la tabla al equipo perdedor y que se distribuían a solo segundos de que se terminara el partido. Supongo que tras eso había un grupo de personas que preparaba los cuentitos antes de que el partido comenzara y luego los reenviaban cuando el juego terminara.

Lo cierto es que eran globales, porque recibí chistes futboleros hasta desde Colombia. El que más me impactó fue el último que hicieron sobre el pulpo adivino, el tal Paul. El chiste fue tropicalizado y al final resultó otro insulto más para nuestro flamante alcalde Bosco Vallarino. Toda esta "pulpomanía" terminó por opacar a la mascota del mundial que, entre otras cosas, ¿cómo se llamaba?. Los periódicos olvidaron escribir sobre ella y a los comentaristas de televisión nunca les escuché mencionarla.

Pero lo más ridículo del asunto es que aquí en Panamá inventaron que un oso hormiguero también era adivino y un periódico fue al Summit para hacerle fotos y una crónica completa al pequeño animal. El hormiguero, ansioso de fama y fortuna, también predijo que España ganaría. Le dije a mi familia que me llevara donde el hormiguero a ver si me decía qué saldría en la lotería del domingo, pero no tuve suerte con el ánfora de la fortuna.

LOS RESTAURANTES

Los restaurantes también vivieron sus días de gloria. Tratar de comer en un restaurante popular en un día de partido era como pretender que Martinelli o Papadimitriu te respondan el celular (Ojo, en campaña sí las devolvían ligerito). A mí como me daba igual quien jugara -ni Colombia ni Panamá estaban en Sudáfrica-, un día le dije a Juancho: vamos a almorzar a Portogalo. Pa colmo fuimos a la 1:00 p.m. y no sabíamos que a la 1:30 p.m. jugaban España y Portugal. Apenas entramos, saludamos al mesero que usualmente nos atiende y este nos miró por encima del hombro y, con voz de hombre importante nos preguntó: ¿Reservaron?. Por supuesto, no lo habíamos hecho. Entonces él nos dijo que no había mesa. Yo de pendeja le insistí: ¿Seguro? ¿No tendrás algo libre?. "Sí, afuera". Juancho y yo muy juiciosos, y casi regañados, nos sentamos afuera en una mesa que si llovía le caía todo el agua. Y preciso: llovió.

Esperamos 10 minutos a que llegaran a tomarnos el pedido. Después otros 10 más, otros 10 más, cinco minutos más y nunca llegó. Con el rabo entre las piernas (y el hocico partio) nos fuimos a comer al restaurante de al lado. Y ese día algo aprendimos: nunca pretendas ir a un restaurante cuando éste pasa por su minuto de dicha.
Ayer pasé por Portogalo y afuera estaba ese mesero. Me sonrió y coquetamenete me dijo con la mirada "venga a comer aquí". Pero yo con pasos ligeros y dándomelas de mujer importante, lo ignoré en el acto. La venganza es dulce.

Otra cosa que me pareció absurda fue que un grupo de mujeres trasnochadas y con aires de divas se inventaran un programa de televisión dizque para hablar del mundial. Se buscaron uniformes de los principales equipos de fútbol, se tomaron fotos embadurnadas de maquillaje y se lanzaron al ruedo. Fue más absurdo aún que Mi Diario, y los demás tabloides, les siguieran el juego publicándoles posters de cuerpo completo, en donde salían con poses de reina de barrio y creyéndose las más lindas del patio. Era para morirse de la risa. Cual sorpresa me llevé cuando un día abrí Mi Diario y me encuentro con un gran afiche de una comentarista de radio, que de bonita no tiene ni la voz, y que ya raya en los 40 años, y que siempre se ha creido linda y chic. "Qué tipa más fea", creo que fue lo que dijo José González, esa mañana cuando veíamos el periódico. Y de las otras mejor ni hablo.

Pero bueno, aunque de fútbol sé lo que podría saber José Muñoz de leyes, me dio un poco de nostalgia que se acabara el mundial. Con Elizabeth me propuse ahorrar para ir a Brasil en 2014. Aunque no veamos mucho fútbol, si hay mucho que ver en Ipanema y Copacabana, se los aseguro.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La agenda presidencial

Vianey Milagros Castrellón

Era prepotente, corrupto y seductor. Era el Presidente que sus allegados temían, sus adversarios detestaban y las mujeres adoraban. En los años que estuvo al mando del pequeño pero rico país, el político se aseguró de engordar sus cuentas bancarias y de alargar su lista de amantes, quienes caían seducidas por el irresistible atractivo que solo el poder absoluto provoca.
Señoritas de sociedad, viudas en duelo y hasta la esposa de algún ministro despistado. El único tema en el que el Presidente ejercía la democracia absoluta era en la elección de sus mujeres. Y para mantener la red de hasta cuatro amantes a la vez , el mandatario diseñaba una estrategia igual de meticulosa que la empleada para neutralizar a sus críticos.
“Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos más”, decía, y por eso ubicaba a sus amigas en apartamentos dispersos en un perímetro no mayor de dos cuadras; así se le facilitaba espiarlas. Y a aquellas comprometidas, casadas o con novios, el Presidente les ofrecía a sus hombres un trabajo en el gobierno, y ante cualquiera sospecha de que la infidelidad había sido descubierta, ellos eran trasladados a pueblos perdidos donde solo se llegaba a caballo, y los más afortunados eran embarcados a alguna embajada al fin del mapa.
Tampoco llamaba a ninguna de estas mujeres por su nombre propio, todas eran “mi amor”. Para evitar duplicidad de compromisos llevaba una agenda roja –no negra, como era la tradición, porque según él solo el rojo combinaba con su estilo de vida de hombre apasionado– en cuya contraportada estaba escrito el “Decálogo para atrapar mujeres”, una descarada lista creada por él mismo con los pasos para conseguir más de una amante.
El plan le sirvió tanto en el Gobierno como en su vida personal. Al final de los cinco años de mandato, el político entregó la presidencia rodeado de acusaciones de haber robado millones de dólares al Estado, pero sin una prueba que pudiera llevarlo ante los tribunales.
De igual forma pasó con las mujeres que lo acompañaron, aunque algunas de ellas descubrieron con el tiempo que no eran las únicas que el Presidente había amado y hubo incluso algún reclamo incómodo de “pero si yo te quería tanto”, ninguna de ellas le guardó rencor ni amenazó con exponer su vida de infiel.
Así pasaron un par de años, en los que el ex presidente se dedicó a gastar sus millones en viajes obscenos alrededor del mundo y a posar junto a sus nietos para las revistas sociales, hasta que recibió una llamada de su abogado:
- Ahora sí te jodiste. La policía te está buscando y te van a meter preso por la plata que te robaste.
Al otro lado del teléfono, el abogado trataba de explicarle al ex-Presidente que las autoridades habían encontrado un testigo clave de sus crímenes y que esa mujer –su género era el único dato que el abogado había sacado de sus fuentes– había aportado documentos que detallaban cada transacción de sus fechoría, la fecha, a qué banco y por qué monto.
- Pero, ¿cómo es posible?... Si a la única persona que le contaba de mis chanchullos aparte de ti era…
El ex-Presidente no pudo terminar la frase porque un recuerdo le atropelló la memoria. Había sido una de sus amantes favoritas, no recordaba su nombre, solo que tenía un puesto de gerencia en el banco estatal, que la había conocido en uno de esos aburridos cócteles diplomáticos y que lo enloqueció porque aparte de “estar buenísima” era un genio con los números.
Entre cita y cita, el político le confió su método para apropiarse de parte de los millones de dólares que el Estado le pagaba a empresas extranjeras para construir carreteras y hospitales. Con el tiempo, el hombre llegó a pedirle consejo para invertir su fortuna en mejores mercados y al ver la rentabilidad de las inversiones sugeridas por la bella banquera, el Presidente le entregó en bandeja de plata los papeles que desmenuzaban su crimen.
Ella fue una de las que descubrió que su Presidente no era un hombre fiel y cuando lo confrontó no hubo llantos ni gritos, solo una simple amenaza: “Me la vas a pagar”.
- “Tiene que ser ella”, pensaba el hombre mientras colgaba el teléfono con los gritos de su abogado retumbando en el auricular.
El ex-Presidente aún recordaba la dirección del apartamento donde habían tenido sus primeros encuentros amorosos, así que se dirigió hacia su destino con la esperanza de que la mujer que estaba a punto de mandarlo a la cárcel no se hubiera mudado.
Llegó al edificio y convenció sin dificultad al portero de que lo dejara entrar; aún no había estallado la noticia de que era buscado por la policía y por mucho que se especulara sobre él, el hombre había sido Presidente y su presencia seguía inspirando sino respeto, por lo menos intimidación.
Subió los cuatro pisos en elevador y cuando llegó al apartamento buscado, tocó el timbre. Sin esperar una invitación, el hombre irrumpió en la habitación apenas se abrió la puerta. Allí estaba ella, parada en medio de la sala, tan bella como la recordaba, tan seductora con su cabello rojo y ojos verdes, y con ese aire de inteligencia que terminó por atraparlo.
Esta vez, sin embargo, el Presidente no vino a seducirla sino a reclamarle:
- ¿Cómo pudiste hacerme esto? Yo pensaba que me amabas, tú me dijiste que me amabas y así me lo demuestras, vendiéndome a la policía. ¿Cómo pudiste traicionarme?”, gritaba el hombre que había perdido toda compostura.
La mujer se había sentado en el sofá y estoicamente había escuchado los reclamos de su antiguo amante. Ella se mantuvo en silencio varios segundos que al Presidente le sonaron a eternidad antes de responder pausadamente:
- “¿Recuerdas esto?”, decía la pelirroja mientras alzaba con su mano la agenda roja presidencial. “Atrás tiene una interesante lista para atrapar mujeres, creo que el punto que más me gusta es el número tres: ‘Nunca llames a las mujeres por su nombre, corres el riesgo de equivocarte y exponerte a una situación embarazosa. Mejor inventa nombres cariñosos que nunca fallan como mi corazón o mi muñeca”, leía la mujer que para ese entonces ya había comenzado a llorar. “Ahora recuerdo que tú nunca me llamaste por mi nombre. ¿Tú ni siquiera sabes cómo me llamo, verdad?”.
El ex-Presidente se sintió indefenso ante la pregunta que por más que se esforzaba, no podía responder, y mientras escuchaba las sirenas de la policía que se acercaba, tal vez alertada por el portero o por algún vecino preocupado, solo llegó a responder:
- “Ay, mi amor”

lunes, 3 de mayo de 2010

La rutina

Ana Teresa Benjamín

Para Amanda resultaba insoportable. Llevaba horas en esa misma habitación, sin querer hacer nada más, con ese mismo sudor pegado al cuerpo y ansiando una vida que no existía.
Desde afuera, por entre las rendijas de la ventana, se colaban los gritos de unos niños y el ruido de los motores. Pero adentro, en su cuarto, Amanda solo sentía tristeza. Más que tristeza era soledad. Una soledad que le avergonzaba y que la hacía abrir las piernas.
Hacía ya algún tiempo que Tomás había partido. De su presencia quedaba sólo una guitarra, un par de papeles, unas fotos y sus calzoncillos blancos.
- "Lo siento, ya no puedo seguir", le dijo una tarde, en el parque de siempre. "Lo siento, amor", le volvió a decir.
Amanda esperaba ese arrepentimiento. Ella misma lo había sentido a veces.
Con Tomás, ciertamente, había sido otra cosa. No era sólo esa pasión deliciosa que la envolvía en mil temblores, sino también esa ternura nacida de la complicidad.
Amanda lo recordaba y se miró los pechos. Cerró las piernas y se encogió entre las sábanas.
A la mañana siguiente amaneció vestida sólo con su panty gris, con los mismos ruidos desde la calle. Sus hijos no estaban. Había silencio y el sol entraba por otra ventana.
Amanda tomó entonces los pedazos de su alma y se levantó. Se miró al espejo y pensó: "Humm, buenas nalgas". Se miró el vientre y se dijo: "Han sido mis hijos". Se miró los ojos y calló: "Aún puedo verte...".
Ese día, seguramente, sería igual que todos los otros.

sábado, 1 de mayo de 2010

Locuras cotidianas

Elizabeth Garrido A.

El “diablo rojo”, como de costumbre, iba a reventar. Casi no alcancé a sujetarme del barandal que va colgado del techo del bus porque mi mano era demasiado ancha para ocupar el pequeño espacio que quedaba disponible.

La mochila, llena de pesados, pero necesarios libros, golpeaba a ese pasajero que sentado me miraba con ojos de rabia. ¿Qué podía hacer? Aunque la situación era angustiante, en ese momento no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera llegar a tiempo a la clase del profesor de filosofía, en la Facultad de Humanidades.
Él es el típico profesor que cree sabérselas todas y, por tanto, poseer la verdad absoluta. Además, aprovecha para ridiculizar al “infame” que se atreva a llegar
tarde a su clase.

Ya me veía, cual conejillo de indias, el hazmerreír de la clase de las 10:50 a.m. Aún le daba vueltas al asunto en mi cabeza y hasta escuchaba las carcajadas de los compañeros cuando, en cuestión de segundos, ese tipo alto y fornido se puso a mi lado, me miró y rasgó con fuerzas una de las mangas de mi camisa. No me reponía del espanto cuando, con un frenazo, llegamos a la parada de la Universidad de Panamá. El tumulto de gente me empujó a bajar con rapidez y apenas logré pagarle al chofer.

Al fin estaba de pie en la parada de la U, atónito por lo ocurrido y con una mano sujetando mi manga rasgada del hombro, como si nadie se hubiera percatado de que llevaba la camisa rota. Respiré hondo y justo en ese momento llegó otra vez raudo y veloz aquél hombre loco para terminar de hacer su obra: frente a todos los presentes rasgó entonces la manga del otro brazo. Ahora sí, mi camisa ya estaba pareja. ¿Qué podía hacer? Él se reía y yo miraba mis mangas. Fue entonces cuando lo entendí: las mangas rasgadas estaban de sobra y ya no me hacían falta. Eran las 10:45 a.m. y entonces me dije: “Vamos, Eduardo, que la clase aún no ha empezado”.

Cuatro horas antes, en el Mercado de Abastos, Martín casi se muere del susto cuando el hombre que se paseaba por las escaleras se fijó en él y le gritó a todo pulmón: “Ese pan es mío, ¡dámelo!”. Su padre y él ya habían colocado toda la fruta en el puesto de venta y Martín estaba muerto de hambre. Pero el hombre gritaba con más fuerza, exigiendo aquel pedazo de pan que el joven tenía en la mano. Todos los miraban. “¿Qué podía hacer? ¿Acaso querían que me pusiera a gritar con ese pobre loco? Pues no, así que le regalé el pan y seguí mi camino. Además, el arquitecto me esperaba en la oficina a las 7:00 a.m. porque necesitaba los planos y yo ya comería más tarde”, contó luego en su casa.

Y ese mismo viernes, pero después del mediodía, Margarita y Francisco corrían por plena Avenida Central. Junto a ellos iba la muchedumbre que huía de los gases lacrimógenos que lanzaban los policías. Los universitarios y los institutores habían salido a la calle y, por ende, todo transeúnte que se encontrara a la redonda de la “zona de combate” pagaría las consecuencias.

Francisco corría rápido, pero Margarita se cansó pronto. Por eso se detuvo en la entrada de un almacén a tomar aire, mientras su acompañante la animaba a continuar.

Fue así como emprendieron nuevamente la carrera, solo que ahora Margarita sentía que un peso extraño le impedía correr más rápido. Mientras avanzaba hizo un recorrido con su mirada de todo lo que le rodeaba hasta que, ¡lotería!, encontró aquello que estaba haciendo las veces de ancla. En las cartulinas que llevaba en la mano se habían colgado, cual escaparate, unos ganchos con las prendas de vestir que estaban en el almacén.

“¡Detente, Francisco!”, gritó Margarita mientras frenaba el paso. “Mira, tengo que devolver esta ropa que se vino conmigo enganchada”, explicó. “¿Estás loca? No podemos correr contracorriente”, respondió Francisco, que escuchaba cada vez más cerca los carros del Control de Multitudes. “Pues, contigo o sin ti la devolveré”, replicó ella. Y ropa en mano corrió contracorriente, recibiendo empujones y esquivando a la gente.

Hasta que al fin llegó al almacén que en ese momento estaba por cerrar la última puerta. Los empleados ya habían guardado toda la ropa y, sorprendidos, vieron llegar a Margarita que les dijo: “Solo les faltaban estas piezas”. “¡Gracias!”, respondieron ellos, mientras la universitaria retomó la carrera junto a Francisco.

Pues sí, ese mismo día, pero ya de noche, los cuatro amigos recordaron las locuras que habían vivido durante la jornada. Solo que ahora se rieron y las contaron con más calma.

sábado, 24 de abril de 2010

Relojero

José González Pinilla

Allí se le ve sentado todos los días. Esperando a que alguien llegue de urgencia para poder solucionarle su problema con el tiempo. Se refugia bajo una vieja parada a la salida de la Cabima. Solo tiene una pequeña mesa y una silla de hierro. En ocasiones hace su trabajo en medio del bullicio de los que suben y bajan de un bus. Y en medio del estruendo de los camiones que pasan a diario por ese lugar. Sobre la mesa hay una tenaza, un alicate y varias partes de un reloj. Un letrero anuncia su oficio. El otro día tenía en su ojo derecho una vieja lupa de bolsillo. Examinaba con minuciosidad la parte interior de un reloj de mano para mujer. De pronto una pequeña pieza de esa máquina que mide el tiempo rodó por el suelo. Un señor que esperaba un bus lo ayudó a buscarla porque tuvo la rara impresión de saber donde había caído. La preocupación del Relojero, en ese momento, no era de que nunca la pudiera encontrar sino de que alguien de los que estaban en la vieja parada la estropeara al dar un paso. La búsqueda duró menos de cinco minutos. Finalmente la recuperó. Una vez, una mujer se le acercó con un bolso lleno de relojes y le pidió que le ajustara el tiempo. Nunca supo porque esa mujer morena, de brazos gruesos y cabello rojizo llevaba tantos relojes. Tal vez para revenderlo en la Central. Ese día tuvo bastante trabajo. Ahora lee un periódico del día, que le compró al canillita del frente, para matar el tiempo.

viernes, 16 de abril de 2010

El condominio

Mario Andrés Muñoz

Fuimos piadosos y generosos con la criatura desde el primer momento. Ejercimos nuestra bondad apenas el vecino de la 4Runner se lo encontró. Tal vez fue que a pesar de estar sucio y maloliente parecía que sonreía. Tenía una cicatriz en un extremo de la boca que daba esa impresión. Decidimos cederle el espacio de cemento donde poníamos los nuevos tinacos de basura. Era un cuadrante cómodo donde él escogió para dormir. Le cedimos ese espacio y dejamos que nuestros tinacos se estropearan a la intemperie. Fuimos así de solidarios porque un vecino, el del BMW negro, se dio cuenta que no rompía las bolsas de basura como los gatos. Sino que las abría con todo cuidado. El se sabía comportar. No emitía sonido alguno. Se perdía durante el día en sus vagabunderías por la ciudad y regresaba por las noches. Nuestros niños no tenían que ver las escoraciones de su piel, su melena revuelta y su expresión amarga. Era ya parte del vecindario. Nosotros por supuesto en Navidad le dábamos su cena como corresponde. El conserje del edificio nos contaba que disfrutaba mucho ese día especial. ¿Por qué será que siempre algo rompe la armonía?. La primera ropa usada, algún par de zapatos viejos o comida sobrante, todo terminaba donde él y él, a cambio, no nos molestaba gran cosa. Pero no. Siempre hay algo que rompe el orden de las cosas. Fue la señora de la 1-A, la de la Prado Rojo la que se dio cuenta que había crecido demasiado, al punto que con sus talones había roído la pared de cemento. Nos indignamos porque la pintura es cara , qué decir del cemento y de la mano de obra. Enseguida la Junta Directiva convocó a una Asamblea General, y por unanimidad se decidió sacar a la dañina criatura. Nos organizamos tan bien que fue un gusto. Reparamos el daño y pusimos una sólida cadena para que no vuelva jamás nadie a afectar nuestra pared. Somos generosos pero nos gusta la ley y el respeto a la propiedad privada. Es algo que cualquiera puede entender. Hoy nos acordamos de él por los molestos gatos que en estos días de lluvia merodean hambrientos nuestros relucientes tinacos. Estos animales riegan las basura, no como a ese muchacho al que durante años le dimos una generosa acogida.

miércoles, 14 de abril de 2010

El regreso del Presidente

Eliana Morales Gil

Nadie sabe con certeza como lo hizo, pero ganó. Ni él mismo se explica como logró ese triunfo arrollador que lo llevó una vez más al Palacio Amarillo. Estaba de último en las encuestas y ni los periodistas más adictos a la política lo entrevistaban, era un caso perdido. Pero, esa noche del pasado 4 de abril, ocurrió el milagro. El viejo ex presidente Ernesto Ferreira, aquejado por una cadena de males que le habían corroido el cuerpo en los últimos años, arrasó en las urnas. Después de 20 años de haber sido presidente de la República, Ferreira volvió al poder. Vaya paradoja: casi en el ocaso de su vida, su pueblo lo elegía mandatario. Pero fue un triunfo con sabor amargo: se le veía enfermo y vencido.
El día que tomó posesión hizo un esfuerzo por ponerse de pie. “Espero tener fuerzas para esta larga jornada”, le dijo a su joven y vigorosa esposa, quien a su vez contaba los minutos para saborear la gloria y el poder como en los viejos tiempos.
Y allí estuvo el anciano Presidente. Fue aclamado por el pueblo que le dio los votos, por los siete presidentes de países del área que llegaron a felicitarlo, y hasta su discurso estuvo a tono, aunque tenía un dejo de esperanza y nostalgia. Sonó a despedida.
Murió dos meses después de haber tomado posesión de su cargo, fue una victoria efímera y fugaz. Un país entero quedó huérfano y sin rumbo, y una viuda joven y pobre quedó a merced del destino.

El canto de un pájaro lo despertó. Le dolía la espalda, y como siempre la cabeza le daba vueltas: “hoy es el día”, se dijo. Segundos después entró su mujer contoneando sus curvas. “Ernesto, hoy es tu día, estoy segura de que la gente te volverá a elegir Presidente”, le dijo.
La miró serenamente y le lanzó la bomba: “soñé que moría después de dos meses de haber asumido el mandato...ya no quiero ser Presidente”.
Un sueño mató a otro sueño.

martes, 13 de abril de 2010

Desandar

Aristides Cajar Páez

No conozco su nombre. Sé que lo había visto antes. Muy sucio y descuidado, su negra piel estaba opaca y cenicienta. Era alto y pese a que se adivinaba que llevaba tiempo sin comer, sus huesos aún se notaban fuertes. Él decidió hacer ese día algo que todos deseamos alguna vez. Cumplir un sueño infantil, curarnos de dolores, borrar las memorias desagradables de la vida. Cuando éramos pequeños nos dijeron que no. Que era imposible. Que era una necedad. Ahora también se lo hemos dicho a nuestros hijos. Que no se puede. Que es absurdo. Que solo pasa en las cómicas y en las películas. Que es un rasgo de inmadurez, una pataleta inútil para no aceptar los hechos. La mañana era luminosa y el sol invadía todos los espacios, se apoderaba de todas las superficies. Allí estaba él. Pasé a su lado en el carro, despacio. La calle estaba congestionada. Los vehículos apenas se movían. Entonces vi el milagro. Lentamente, paso a paso, él descontaba los minutos, se iba hundiendo en el tiempo. Que los entendidos decidan si es locura o fábula. Yo sé lo que vi. Sobre el puente de Río Abajo, el negro enorme sonreía: caminando hacia atrás había logrado regresar al pasado.

domingo, 11 de abril de 2010

Demasiado niña, demasiado pobre

Ana Teresa Benjamín

Lo de la cantina fue el colmo. A Dolores ya le habían contado algo, pero como todavía guardaba un poquito de fe en su marido no lo creyó sino hasta que lo vio. Y era verdad. El mangajo llevaba días llevándose a Aura María a la cantina, y ahí se quedaba horas hasta que caía de borracho.

Cansada de tanta rabia se vino huyendo. Bajó del cerro La Popa y, siguiendo la ruta del caucho de los palenqueros, llegó hasta Escobal. Aura María tenía tres años y Dolores levantó una casita sobre pilotes. Vendió frituras por mucho tiempo y, cuando la hija tenía 15 un hombre tocó a la puerta: "Quiero casarme con su hija, ño Dolores".

Era alto, de cabello cano y bigote delgado. Se llamaba Humberto, tenía 35 y vivía en la ciudad de Colón. Dolores vio que tenía buen porte pero lo encontró muy viejo. Pero Aura María insistió y ganó.

El día que Humberto llevó a María a la casa grande de su madre, Mercedes la miró fijamente, la recorrió entera y le dijo a su hijo: "Es blanca, tiene buen apellido, pero qué pobre que es".

Aura María y Humberto no alcanzaron a vivir felices para siempre.

sábado, 10 de abril de 2010

Recuerdos del viejo carnicero

José González Pinilla

Marcos Vega puso sobre el mostrador el último trozo de pierna de cerdo que le quedaba para culminar su faena diaria como carnicero. Era cerca de la una de la tarde. Se limpió las manos con su delantal y empezó a cortar en trozos la pierna del marrano con su hacha favorita. Ese era el último pedido que debía despachar a sus clientes, que visitan todos los días el nuevo Mercado Público Municipal, en Santa Ana, su lugar de trabajo.

Muchos años antes, cuando era niño, Marcos Vega vendía bolsitas de plásticos, incienso y ungüentos chinos en el viejo Mercado Público, que quedaba frente a la bahía, pero que fue demolido en 2006. Aún mantiene en su memoria algunos episodios que vivió en ese lugar, construido a inicios de la República.

En los puestos de ventas, dice, no se podía caminar con facilidad, la gente se tropezaba con cualquier cosa: con un perico enjaulado, con cabezas de plátanos que recién habían bajado de una barcaza que partió el día anterior de Daríen, con rollos de alambres, con botas de militares, con cualquier cosa. Los marinos, recuerda, llegaban en horas de la madrugada, al medio día, al caer la tarde, casi a toda hora. Las cantinas, las mismas que aún perduran con sus luces de neón, se mantenían repletas de pescadores y mercaderes. Incluso, las frecuentaban personas "estudiadas", comenta Vega con picardía. "Antes había menos prostitutas extranjeras que ahora", comenta, sin que se lo pregunte.

Los buhoneros se apostaban en las orillas de las estrechas calles vecinas del mercado. Otros alquilaban un puesto dentro del local. Contiguo al mercado, también operaban el Mercado de Gallinas y el de Mariscos.

"Había mucho movimiento", dice Marcos, mientras se quita el delantal. Hace 45 años tomó la decisión de abandonar la venta de incienso y bolsitas de plásticos para dedicarse a cortar carne.

En ese entonces, Marcos empezó a despertarse más temprano de lo que estaba acostumbrado, todo por tener un sueldo fijo. Salía de su casa -igual como lo hace ahora- a las tres de la madrugada. Ahora, dice con nostalgia, que aus clientes ya no son los mismos. Ni sus compañeros. Ni su puesto de trabajo. Ahora esta en un pequeño cubículo, y un poco lejos del mar.